Santa Cruz

Homilía: Domingo 10 del Tiempo Ordinario – 6 de junio del 2021

«Mi hermano, mi hermana y mi madre».

Queridos hermanos,

Hace 77 años, el 6 de junio del 1944, las Fuerzas Aliadas invadieron la costa de Normandía en Francia, para poner fin a la tiranía Nazi. En poco menos de un año se rindieron los ejércitos de Alemania y se acabó la guerra en Europa. Unos meses más tarde y un par de bombas nucleares, terminó por completo la II Guerra Mundial. Había cobrado la vida de aproximadamente 80 millones de personas, el 3 por ciento de la población mundial de aquel entonces. Entre otros factores, fue una secuela de la I Guerra Mundial, llamado en aquel entonces, la “Guerra para poner fin a todas las guerras”. Al contrario, la humillación de los perdedores contribuyó a la popularidad de Hitler que supo canalizar este resentimiento hacia un poder absoluto y más diabólico que nunca.

El horror de esa guerra tuvo su lado positivo; poco después casi todas las naciones firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y las personas más iluminadas promovieron las Naciones Unidades y la Comunidad Europea, para que, con mayor unidad e interdependencia económica, los antiguos enemigos se convirtieran en protagonistas de una prosperidad común.

Otras partes del mundo todavía no han aprendido la lección de estas guerras, entre ellos la llamada Tierra Santa donde nuestro Señor Jesucristo expulsaba demonios y curaba enfermos. Allí siguen fomentando milenarios rencores, que cada tanto se irrumpen en sangrientos intercambios, un perpetuo ciclo de violencia y venganza.

Al mirar a la historia humana en grande, con tantas guerras a pesar de nuestros progresos tecnológicos, y al mirar esta historia como discípulo de Jesús, crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, considero que las categorías de derecha e izquierda, de capitalismo versus socialismo, y otros similares, no son más que una forma satánica de justificar el fruto prohibido, que consiste en usurpar la soberanía de Dios. El famoso “pecado original” que expuso la desnudez de Adán y Eva, es decir de la humanidad, no tiene nada que ver con manzanas. Es el intento de ser como dioses, al margen del Todopoderoso y buenísimo Creador, para determinar por nosotros mismos la diferencia entre el bien y el mal. Es querer el poder para imponer una supuesta justicia que nunca será, porque la imposición es de por sí, injusta.

Esa tentación es universal; tiene expresiones hasta genocidas como cometieron los Nazis, y otras muchísimas expresiones sutiles, pero a fondo, lo que tiene en común es el discurso de “nosotros los buenos” contra “ellos los malos”. Y con esta distinción se justifica cualquier barbaridad salvaje. Así funcionan los linchamientos como también la persecución política que vemos en Bolivia.

Jesús pregunta: «¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás?» Su pregunta vale no solo como defensa contra la absurda acusación de que él fuese endemoniado. Es la pregunta de fondo al enigma de cómo superar las persistentes injusticias que hay en el mundo. Todas las dictaduras, sean de la supuesta derecha o de izquierda, se autoproclaman defensores de los oprimidos y restauradores de la justicia. Y después cometen peores atrocidades presentándose como los campeones del bien en armadura brillante contra los nefastos maleantes. Pero la realidad es que representan a un disfrazado Satanás prometiendo que va a expulsar a Satanás.

Vemos esta misma dinámica en las supuestas luchas contra la corrupción. Pues cada paso burocrático que se pone para evitar la corrupción, se convierte en una nueva instancia de ella. Y aquellos que no son confiables en lo pequeño, se convierten en los millonarios estafadores, sean de la derecha o de la izquierda.  Sus discursos son como las artimañas de los magos que confunden al ojo para no ver como se hace el truco, hasta que cometan un error y colapsa la casa de naipes.

Por eso, la corrupción no se combate con más burocracia, sino con transparencia. Y la injusticia jamás se supera concentrando y centralizando el poder, como quiere hacer Satanás derrocando a Dios, sino descentralizando el poder, como hace Dios, ofreciendo el Espíritu Santo, la fuerza de lo alto, a quienes se lo pidan.

Jesús, irónicamente, se compara a sí mismo en el evangelio de hoy con un ladrón al decir: «Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa». El “hombre fuerte” a quien se refiere no era Poncio Pilato en Jerusalén ni César en Roma. Es Satanás, quien para tentar a Jesús: “lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: «Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero».” (Lc 4,5,6). Solo tenía que postrarse ante el Demonio, nada más. Es en realidad lo que hacen todos los quieren centralizar el poder y perpetuarse en ello. Jesús no se deja engañar. Sabe lo que tiene que hacer: amarrar al demonio para saquear su casa, que es el mundo mismo, como indicó al llegar a Jerusalén: “Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera” (Jn 12,31).

Jesús expulsa a Satanás de este mundo, pero no lo hace con el látigo, como hizo para sacar el ganado del templo, sino con el perdón desde la cruz. Queda amarrado, porque el “Acusador” (es lo que significa “satanás”), no puede acusar a quien Dios perdona y abraza, especialmente desde la cruz. Tampoco puede acusar y condenar, a quienes Jesús identifica como “mi hermano, mi hermana y mi madre”.

Observa que Jesús no añade “mi padre”, porque “uno solo es su Padre, el del cielo” (Mt 23,9). Así devuelve el fruto prohibido a Dios y convierte nuestro Jardín de Getsemaní en el de Edén o, mejor dicho, en la nueva Jerusalén, donde Jesús nos dará la bienvenida, presentándonos al Padre, como “mi hermano, mi hermana”.