Santa Cruz

Santísma Trinidad. Homilía de Mons. Robert Flock

Santísima Trinidad – 30 de mayo del 2021

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Queridos hermanos, normalmente no empiezo mis homilías así, pero hoy celebramos la Solemnidad de la Santísima Trinidad, y la Señal de la Cruz es nuestro Credo más sencillo. Combina la afirmación de que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo con la Cruz de nuestra salvación. Resulta que, por medio de Cristo Jesús, el Hijo Único del Padre hecho hombre, crucificado y resucitado, y el don del Espíritu Santo derramado sobre la Iglesia, nosotros hemos llegado a conocer a Dios, no solamente como el Todopoderoso Creador que se preocupa por la humanidad, sino también como comunidad de vida y amor infinito y precioso.

Piensa en la relación entre enamorados. Quizás no se conocieron hasta un encuentro fortuito, o solamente se conocían de lejos. De repente algo atractivo en la manera de ser o de aparecer de él o de ella llamó la atención para entablar una conversación. Al profundizar su amistad, su mutua confianza, se conocen cada vez mejor. Y si compartan toda la vida con un proyecto común, formando una familia, continuamente pueden descubrir nuevas maravillas en él y en ella. Aunque haya momentos de pelea y de crisis, si experimenten el milagro del amor, hasta aquellos momentos duros se convertirán en parte memorable de su leyenda de amor.

Así es la historia entre Dios y su pueblo. Ha sido un gradual proceso de conocimiento y de enamoramiento durante siglos. Empezó aproximadamente 1800 años antes de Cristo, cuando un anciano supo escuchar la voz del Señor en su interior, haciéndole una invitación y prometiéndole una bendición:

«Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te maldiga, y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra.» (Gen 12,2-3)

Siglos más tarde, este mismo Dios se reveló a un pastor escapado de Egipto. Desde la zarza ardiente, escucha su nombre: «¡Moisés, Moisés!». «Aquí estoy». «No te acerques. Quítate las sandalias; el suelo que estás pisando es santo». Después: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se cubrió el rostro por miedo de ver a Dios, y nuevamente escucha su voz: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto» (Ex 3,4-7).

Nuestra primera lectura marca otro momento decisivo en este proceso de conocimiento entre el santo Dios y su pueblo: «¿Qué otro dios ha hecho lo que el Señor tu Dios, lo hizo por ti en Egipto ante tus mismos ojos? Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios, allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la tierra, y no hay Otro.» Dios no solamente les recuerda que los liberó de la opresión. Afirma que no los otros supuestos dioses ni siquiera existen.

Dios se ha revelado como poderoso, santo, liberador y ahora como el único verdadero. Los demás dioses no son más que imaginación, fraude y confusión, aproximaciones y distorsiones nacidas en el corazón del hombre pecador.

Otros trece siglos pasarán en este baile de tango entre Dios y su pueblo en que se van conociendo cada vez mejor. Dios elige a David para ser el rey amado. Envía profetas uno tras otro para denunciar los pecados e implorar la fidelidad del Israel. Repite una y otra vez: «Yo soy tu Dios; ustedes son mi pueblo.» Este pueblo pasa por una guerra que lo divide en dos naciones, destrucción y exilio de Israel y luego de Judá ante nuevas potencias del mundo antiguo. Pero aprende, poco a poco que, a pesar de sus infidelidades, Dios es fiel, no los abandona, quiere que prospere.

En el tiempo propicio, cuando esperan un nuevo Mesías y libertador, Dios envía a Jesús, el divino Hijo, único y eterno como el Padre, que se hace hombre y nace de la Virgen en un establo para animales. Cuando empieza a predicar, los sencillos quedan maravillados y se dan cuenta que Jesús es enviado por Dios; en cambio, los que ostentan poder y autoridad se sienten amenazados; nada peor que un humilde carpintero que sabe más que ellos. Ambos dicen: «¿De dónde le vienen esta sabiduría y ese poder de hacer milagros?» (Mt 13,54).

Todo culmina con un desenlace dramático, para sus discípulos catastrófico, para sus enemigos: ¡victoria! Jesús es crucificado bajo el poder de Poncio Pilato. ¿Acaso fue el Mesías? ¿Acaso fue el Profeta enviado por Dios? ¿Acaso fue el divino Hijo de Dios? Fue todo esto y más, como revela su Resurrección gloriosa.

Por medio de su Hijo, Dios nos libera de algo mucho más terrible que la opresión del Faraón; nos libra del pecado y de la muerte. Y al mismo tiempo se da a conocer de una manera mucha más profunda e íntima. En Jesús, vemos con precisión exactamente como Dios piensa, como siente y como actúa. «Cuando me ves a mí, ves al Padre» le dice a Felipe en la Última Cena. Y nos enteramos que lo que ardía en la zarza que Moisés había percibido 1300 años antes, era el infinito amor ardiente entre las personas de la Santísima Trinidad.

Quien es Dios ha sido revelado para todo el mundo, para todos los pueblos, para todas las culturas. Nadie es obligado a creer. Y muchos siguen tratando de esconderse de Él, y desconocer su señorío, como Adán y Eva desnudos en el jardín. Pero el Dios vivo y verdadero, el Dios santo y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, arde con el deseo de compartir su vida y su amor con toda la humanidad.

Jesús se despidió con el gran mandato misionero: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado. Y Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo».  Amén.

Mons. Roberto Flock

Obispo de Ñuflo de Chávez