Una coyuntura crucial en el asunto es ciertamente el nombramiento como Arzobispo de Washington. Durante los meses en los que se barajó un traslado de McCarrick a una de las tradicionales sedes cardenalicias de los Estados Unidos, entre diversas y acreditadas opiniones positivas, se registró el parecer negativo del cardenal O’Connor. Aunque reconoció que no tenía información directa, el cardenal explicó, en una carta del 28 de octubre de 1999 dirigida al nuncio apostólico, que consideraba un error la nómina de McCarrick para un nuevo puesto: se arriesgaba un grave escándalo a causa de los rumores de que en el pasado el arzobispo había compartido el lecho con jóvenes adultos en la residencia curial y con seminaristas en una casa junto al mar.
La primera decisión de Juan Pablo II
Es importante destacar, a este respecto, la decisión tomada inicialmente por Juan Pablo II. El Pontífice, de hecho, pidió al nuncio de verificar la validez de estas acusaciones. La investigación escrita, una vez más, no condujo a ninguna prueba concreta: tres de los cuatro obispos de Nueva Jersey consultados proporcionaron informaciones definidas en el Informe como “no exactas e incompletas”. El Papa, que conocía a McCarrick desde 1976 tras uno de sus viajes a los Estados Unidos, acogió la propuesta del entonces Nuncio Apostólico en los Estados Unidos, Gabriel Montalvo, y del entonces Prefecto de la Congregación para los Obispos, Giovanni Battista Re, de retirar la candidatura. Incluso, en ausencia de elementos consistentes, no se debía correr el riesgo de que, trasladando al prelado a Washington, las acusaciones, aunque consideradas carentes de fundamento, pudiesen resurgir causando vergüenza y escándalo. Por lo tanto, McCarrick parecía destinado a permanecer en Newark.
La carta de McCarrick al Papa
Un nuevo hecho cambió radicalmente el curso de los acontecimientos. El propio McCarrick, después de conocer evidentemente su candidatura y las reservas sobre él, escribió el 6 de agosto de 2000 al entonces secretario personal del Pontífice polaco, el obispo Stanislaw Dziwisz. Se proclamó inocente y juró que “nunca había tenido relaciones sexuales con ninguna persona, hombre o mujer, joven o viejo, clérigo o laico”. Juan Pablo II leyó la carta. Se convenció de que el arzobispo estadounidense decía la verdad, y de que las “voces” negativas eran, de hecho, sólo voces, infundadas o no probadas. Por lo tanto, fue el propio Papa, a través de indicaciones precisas dadas al entonces Secretario de Estado, Angelo Sodano, quien determinó que McCarrick entrase nuevamente en el grupo de los candidatos. Y fue él, finalmente, quien lo eligió para el puesto de Washington. Según algunos de los testimonios citados en el Informe, también puede ayudar a comprender el contexto de este período la experiencia personal vivida por el entonces arzobispo Wojtyla en Polonia, quien durante años había sido testigo del uso instrumental de falsas acusaciones por parte del régimen para desacreditar a sacerdotes y prelados.
La decisión de Benedicto XVI
Hasta el momento del nombramiento en Washington no había habido ninguna víctima – adulto o menor de edad- que se hubiera puesto en contacto con la Santa Sede, o con el nuncio en los Estados Unidos, para hacer una denuncia por comportamiento impropio atribuido al Arzobispo. Y nada impropio en las actitudes de McCarrick fue reportado durante su episcopado en Washington. Cuando en 2005 resurgieron acusaciones de acoso y abuso de adultos, el nuevo Papa, Benedicto XVI, pidió rápidamente la renuncia al cardenal estadounidense, al que acababa de conceder una prórroga de dos años de su mandato. Por lo tanto, en 2006 McCarrick dejó la conducción de la diócesis de Washington para convertirse en obispo emérito. Del Informe se desprende que durante ese período Viganò, en cuanto delegado de las Representaciones Pontificias, había comunicado a sus superiores de la Secretaría de Estado las informaciones recibidas de la nunciatura, subrayando su gravedad. Pero mientras encendía las alarmas, incluso él comprendía que no estaba frente a acusaciones probadas. El cardenal Secretario de Estado, Tarcisio Bertone, presentó la cuestión directamente al Papa Benedicto XVI. En dicho contexto, en ausencia de víctimas menores de edad, y tratándose de un purpurado ya renunciado a su encargo, se decidió no abrir un proceso canónico formal para investigar acerca de McCarrick.
Recomendaciones, no sanciones
En los años siguientes, a pesar de la petición que le hizo la Congregación para los Obispos de llevar una vida más apartada y renunciar a los frecuentes eventos públicos, el cardenal siguió viajando de una parte del mundo a otra, incluida Roma. Estos desplazamientos eran generalmente conocidos y, al menos, tácitamente aprobados por el nuncio. Se ha discutido mucho sobre el alcance real de esta petición de llevar una vida más retirada, dirigida a McCarrick por la Santa Sede. De los documentos y testimonios que ahora se publican en el Informe se desprende claramente que nunca se trató de “sanciones”. Se trató más bien de recomendaciones, dadas oralmente en 2006 y por escrito en 2008, sin mencionar explícitamente el imprimatur de la voluntad del Papa. Fueron, pues, recomendaciones que, para ser puestas en práctica, presuponían la buena voluntad del interesado. Se toleró de hecho que el cardenal permaneciese activo y siguiera viajando y que llevase a cabo, aunque sin ningún mandato de la Santa Sede, varias misiones en diversos países, de las que a menudo se extraen informaciones útiles. Ante una nueva denuncia contra McCarrick que le fue comunicada en 2012, Viganò, que a la sazón había sido nombrado nuncio en los Estados Unidos, recibió instrucciones de investigar de parte del Prefecto de la Congregación para los Obispos. Por lo que se desprende del Informe, sin embargo, el nuncio no realizó todas las investigaciones que se le habían solicitado. Además, siguiendo el mismo enfoque utilizado hasta entonces, no dio pasos significativos para limitar las actividades y los viajes nacionales e internacionales de McCarrick.
El proceso abierto por Francisco
En el momento de la elección del Papa Francisco, McCarrick tenía más de 80 años y, por lo tanto, estaba excluido del cónclave. Sus hábitos de viaje no habían cambiado, y al nuevo Papa no se le entregó ningún documento o testimonio que le hiciera consciente de la gravedad de las acusaciones, aún sólo respecto de adultos, contra el ex arzobispo de Washington. A Francisco se le dijo que había habido “rumores” y acusaciones sobre “comportamientos inmorales con adultos” antes de la nominación de McCarrick en Washington. Pero considerando que las acusaciones habían sido analizadas y rechazadas por Juan Pablo II, y bien consciente de que McCarrick había permanecido activo durante el pontificado de Benedicto XVI, el Papa Francisco no vio la necesidad de cambiar “lo que sus predecesores habían establecido”, por lo que no es cierto que haya eliminado o aliviado las sanciones o restricciones al arzobispo emérito. Todo cambió, como ya se ha mencionado, con la aparición de la primera acusación de abuso de un menor. La respuesta fue inmediata. La medida, gravísima y sin precedentes, de la destitución del estado clerical llegó tras la conclusión de un rápido juicio canónico.
Lo que la Iglesia ha aprendido
La imagen que aparece tras el cúmulo de testimonios y documentos ahora publicados es, sin duda, una página dolorosa en la historia reciente del catolicismo. Son tristes acontecimientos de los que toda la Iglesia ha aprendido. De hecho, a la luz del caso McCarrick, es posible leer algunas de las medidas adoptadas por el Papa Francisco después de la cumbre para la protección de los menores en febrero de 2019. El motu proprio Vos estis lux mundi, con sus indicaciones sobre el intercambio de información entre los dicasterios y entre Roma y las Iglesias locales, la participación del Metropolitano en la investigación inicial, la indicación de que las acusaciones sean verificadas con prontitud, así como el fin del secreto pontificio, son todas decisiones que tuvieron en cuenta lo sucedido, para aprender de lo que no funcionó, de los mecanismos que se atascaron, y de las subestimaciones que desgraciadamente se hicieron a varios niveles. En la lucha contra el fenómeno de los abusos, la Iglesia sigue aprendiendo, también de los resultados de este trabajo de reconstrucción, como se vio también en julio de 2020 con la publicación del Vademécum de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que invita a no considerar automáticamente como sin fundamentos una denuncia anónima.
Humildad y penitencia
Este es, pues, el cuadro general que surge de las páginas documentadas del Informe, con la reconstrucción de una realidad ciertamente mucho más articulada y compleja que la conocida. En los dos últimos decenios la Iglesia Católica ha tomado cada vez más conciencia del drama indecible de las víctimas, de la necesidad de garantizar la protección de los menores, de la importancia de las normas capaces de combatir el fenómeno. Y también ha tomado finalmente conciencia de los abusos cometidos contra adultos vulnerables y del abuso de poder. El caso de Theodore McCarrick – un prelado de considerable inteligencia y preparación, capaz de tejer muchas relaciones tanto en el ámbito político como en el interreligioso – sigue siendo, por lo tanto, para la Iglesia Católica, en los Estados Unidos y en Roma, una herida abierta y todavía sangrante, ante todo por el sufrimiento y el dolor causado a las víctimas. Una herida que no se puede curar sólo con nuevas normas o códigos de conducta cada vez más eficaces, porque el crimen también dice relación con el pecado. Una herida que para ser sanada necesita humildad y penitencia, pidiendo a Dios el perdón y la fuerza para recuperarse.