Han pasado cuatro semanas del día de Pascua y hoy inauguramos la quinta. Los que siguen las lecturas de esta cincuentena pascual sienten que son ayudados a penetrar en la vida nueva del Resucitado. Hay que seguir celebrando con mucha fe y gozo la “fiesta de las fiestas”, la Pascua. La fe está afianzada fundamentalmente en Cristo, el “Viviente”.
El mismo Jesús, en el evangelio de Juan 15,1-8 nos dice que entre Él y nosotros, los que formamos la Iglesia, hay tal comunicación de vida que somos una gran vid. “Yo soy la verdadera vid y ustedes los sarmientos” (Jn 15,5). Cristo resucitado es la fuente de la vida, es la raíz madre, el tronco, y está en el cielo. Cada cristiano, nosotros, somos las ramas, pero permanecemos en este mundo.
Las ramas y el tronco con tal que, se mantengan unidas entre sí, tendrán vida, producirán fruto. Jesús dice: “el que permanece en mi y yo en el, ese da fruto abundante” (Jn 15,5). Cristo es algo que sucede, no es alguien que pasó. Él es quien da vida a las ramas. Aunque la raíz está en el cielo, sentado a la derecha del Padre y las ramas por el suelo, Cristo sigue actuando: “sin mi no pueden dar fruto” (Jn 15,5).
“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”, afirma categóricamente Jesús. Él es la vid verdadera, la que no defrauda a su dueño, porque da mucho fruto y fruto duradero. También ahora, Cristo quiere seguir dando fruto a través de sus discípulos. Las ramas de la vid no sirven para otra cosa que para dar fruto.
Si la rama no da fruto no le queda ningún valor. Las ramas de la vid son frágiles y endebles. Solo pueden dar fruto si están unidas al tronco.
La vida del cristiano tiene sentido desde la unión con Cristo, de la vida en gracia, que es lo que nos hace permanecer con el Señor. La vida en gracia no es una opción libre, es una necesidad vital, es lo único que nos puede hacer verdaderos hijos de Dios, o sea, santos. Estamos llamados a ser santos: “sean santos como el Padre celestial es santo” (Lev 11,45).
Los cristianos somos ramas o sarmientos unidos al tronco que es Cristo de quién recibimos la vida, la vida divina. En el pasaje que se lee en las eucaristías de este domingo aparece siete veces el verbo “permanecer”, es el mismo que usa San Juan en el capítulo 6 cuando nos habla de la Eucaristía. Así mismo, aparece siete veces “en mí”, “en la vid”. Por ello, no hay donde perderse, es necesario “permanecer en él” si es queremos ser ramas que tengamos vida y demos fruto.
Había que preguntarse cómo se nota, que estamos con Cristo, unidos a Él. Pues el ser cristiano, el amor verdadero no se demuestra “de palabras y de boca”, sino “de verdad y con obras”. Es fácil decir que somos cristianos, católicos y, algunos se atreven a decir, “soy muy católico”. No es suficiente “decir”: “quién guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él” (Jn 15,10). Será necesario permanecer y estar unidos al tronco, Cristo, guardar los mandamientos y hacer lo que le agrada a Él.
Pero hay algo más que muchas veces no valoramos. No todas las ramas están unidas directamente al tronco. La mayoría de las ramas se unen al tronco pasando por la unión con otras ramas. A veces cortar una rama de la que esta más cerca de la más próxima, implica sacarla de la vid. Por ello, mi unión con Cristo pasa o exige mi unión con los otros cristianos, el rompimiento con el amor a los demás, es ruptura con Cristo. Él mismo nos dice: “lo que hicieron a los más humildes me lo hicieron a mí” (Mt 25, 40).
Hay que tener presente que no todas las ramas dan fruto directamente. Algunas hacen de enlace entre el tronco y las que dan fruto. El fruto es de la vid, de toda la vid. Cuántas gracias han recibido, hasta los mismos santos, de personas que permanecen anónimas, como ser una madre sacrificada, creyente, de un maestro responsable, de una religiosa de vida consagrada en el silencio del claustro, que han sostenido a otros en la gracia o unión con Cristo. Pensemos que Ananías fue el catequista de Pablo y quien le bautizó. Como este ejemplo, podemos poner miles. No siempre podremos saber dónde está el fruto de nuestro esfuerzo, pero si sabemos de que el amor, nuestra oración, los consejos… nunca se pierden.
La Eucaristía es sin duda, el sacramento que nos une íntimamente a Cristo, Él dice: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él: lo mismo que yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,56-57). Así mismo, la Eucaristía nos une a los hermanos, pues la unión con Cristo es la que nos hará amar a los demás. El mandato de Cristo sobre la celebración de la Cena del Señor es para toda la Iglesia, para todas las ramas, “hagan esto en memoria mía” (1Cor 11,24).
Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M.
ARZOBISPO DE SUCRE
Sucre, 6 de mayo de 2012