A ti, joven campesino
Es algo que siempre me ha causado… no sé si pena o si molestia.
No hace mucho os escribí, chicos del internado, que lamento la reserva, la timidez, que siempre se atribuye al mundo campesino de nuestro país. Me refería al uso de la palabra, a la necesidad de compartir y ofrecer a los demás lo que pensáis. Para evitar exponeros a la torpe manipulación de algunos.
Quizá haya algo peor que el no transparentar vuestra opinión sobre lo que vivimos cada día: las alegrías y desdichas, los mensajes que os llegan de aquí o allá, los sentimientos que se apilan en vuestro corazón, las precariedades que padecen vuestros papás, la visión oscura de un futuro que no parece muy halagüeño…
– ¡Hola!, ¡buen día!, ¿qué tal estás?, ¿cómo van las cosas? -es el saludo que en muchas ocasiones dirijo a alguno de vosotros cuando nos encontramos. Es la normal cortesía que debemos intercambiar las personas. La cortesía que nos humaniza. Palabras que acompañamos con un gesto de cercanía, de cariño: un apretón de manos, un abrazo, un beso.
Y qué pena, insisto, cuando la respuesta es una tímida mano cerrada, apenas un esbozo de sonrisa de mero cumplimiento, una mirada interrogante que se extraña del cortés saludo. O una expresión en el rostro de prevención, desconfianza… sospecha.
Sí, es esa carita recelosa que me ofreces a diario. ¿Por qué?
Estoy seguro de que muchos profesionales de la educación me darían hartas explicaciones sobre este fenómeno. Razones nacidas del carácter de nuestras gentes campesinas o urbanas. De las experiencias vividas en el seno de las familias. Me alertarían sobre episodios sufridos por ti en que has sentido el desprecio y la humillación. Situaciones todas que han ido, poco a poco, ensombreciendo tu semblante, aletargando tu ánimo, apagando más de una ilusión.
Es más, si fueras capaz de traducir en palabras tu sensibilidad interior -¡en tantas ocasiones te he animado a intentarlo!- me hablarías de rostros y miradas llenos de beligerancia y crispación. Es la hostilidad de tantas ideas y discursos que pululan en nuestro entorno. El querer hacerse con la fama, el protagonismo y el aplauso mediante sonoras y huecas palabras que quieren convencer.
Me hablarías de gentes oscuras, carentes de buenos y generosos proyectos capaces de unir, de forzar el encuentro. Gentes despechadas, heridas por el tiempo y la historia, buscadores de la mínima oportunidad para reclamar sus derechos -legítimos, sin duda- usando los mismos medios que a ellos les dañaron.
Quisiera, amiguito, que nunca fueras testigo del fanatismo encubierto, mal disimulado, de ciertos rostros… No lo deseo para ti.
Por eso, evita esa carita recelosa y suspicaz. No crezcas alimentando prejuicios que te quieran llevar por la senda del error. No te ofusques viendo siempre malas intenciones a tu alrededor.
Queremos que seas persona. Con todas las consecuencias. Alegre, optimista, desenfadado tras tu lúcida adolescencia. Con el dinamismo y la entereza de los fuertes. Nunca pusilánime. Colaborador entusiasta, sé consuelo para el triste y ríe con quien te hable de sus triunfos. Sin envidia. Sin jactancia.
Y quiere todo lo que te haga madurar: lee bonitos libros de aventuras, aprende a tocar la guitarra, disfruta con una buena película, ensaya el atrevido gol desde el punto de penalti, pregunta cuanto no sepas, trata con respeto y delicadeza a tu compañera de pupitre.
Estudia la historia que la humanidad ha forjado hasta hoy. Conoce sus grandezas y sus miserias. Para nunca repetir lo malo.
No te olvides del buen Dios. De ese Padre que te mira con cariño, te espera siempre y es la referencia primera de todos tus afanes.
¡A ver, esa carita recelosa! La quiero radiante y luminosa.