Los días que transcurren desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección (Pascua), componen el núcleo de la fe cristiana y lo que en ellos celebramos da sentido a lo que queremos vivir.
No obstante hay una tentación recurrente y propia de toda fe que no se ha integrado en la vida cotidiana del creyente: vivir la Semana Santa como un mero recuerdo de algo que le pasó a Jesús hace dos mil años, con mayor o menor carga emotiva y sentimental, pero que en realidad no significa nada para el día a día. Parte de culpa la tenemos quienes no hemos sabido comunicar el sentido vivencial de la fe y haberla reducido a una serie de ritos, liturgias, actos conmemorativos o acciones pietistas. Sin embargo, celebrar la Semana Santa es otra cosa.
Primero que nada es preciso que nos creamos en serio lo que significa el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, de donde se despliega la vida de Jesús de Nazaret, ya que él tuvo una vida humana como cualquiera sin negar su condición divina; pero no nos engañemos, Jesús vivió como una persona humana y afrontó desde su relación cercana y profunda con el Padre toda la realidad humana que le tocó vivir.
La predicación del galileo no surge de un discurso previamente concebido o desde un conocimiento perfecto de todo, nace y se desarrolla en la oración, en el compartir la vida con mujeres, niños, ancianos, pecadores, enfermos y extranjeros, tanto con los líderes del poder religioso y político como con la gente sencilla de aldeas olvidadas. La muerte y resurrección de Jesús cobran sentido a la luz de lo que significó su vida y muchas veces olvidamos eso, imaginamos a Jesús como un súper héroe que quiere demostrar su poder entregándose a sus verdugos. El mensaje de la vida de Jesús de Nazaret se fundamenta en la humildad como camino de verdadero conocimiento y amor de Dios, no en aventuras épicas o quijotescas que den rédito comercial en la industria cinematográfica (y cuanta más sangre se muestre más poderosa es su salvación). La vida de Jesús nos ayuda a reconocer y construir la dignidad de toda persona humana no a convertirla en un mito o una leyenda.
En segundo lugar, la muerte de Jesús de Nazaret nos abre a la comprensión de que por sobre todo dolor, negación, traición, asesinato, vejación la Vida es un germen de resistencia que no puede ser sofocada jamás. El morir de Jesús en la cruz es una muestra de la crueldad humana que debe ser asumida y transformada por la compasión divina. La muerte del profeta de Galilea es una parte de nuestra fe, pues en medio de toda la oscuridad que supone perder la vida o ser arrebatada está la clara y luminosa presencia del Dios de la Vida que no quiere que ninguno de sus hijos e hijas muera sino que se salve y viva con él eternamente.
Pero además eso nos toca existencialmente a nosotros, desde la muerte de Jesús y su resurrección, podemos vivir con la certeza de que la muerte no es el final del camino, no hay fuerza ninguna en el universo que vaya a destruir la promesa de Dios de hacernos partícipes de su Vida plena por la resurrección. No cabe en el corazón del creyente la desilusión, el pesimismo, la amargura o la desesperanza, pues en la muerte de Jesús están asumidas nuestras pequeñas o grandes muertes. Cuando perdemos a quien amamos, cuando nuestros proyectos fracasan, cuando no encontramos solución a nuestras dificultades económicas o cuando nuestra dignidad es ultrajada. En esas realidades está escondida la semilla de la nueva Vida, el germen del Reinado de Dios, la luz inextinguible. ¿Cada vez que participamos de las celebraciones de Semana Santa actualizamos esta convicción de fe? ¿O creemos que sólo le salieron las cosas bien a Jesús porque era el Hijo de Dios? ¿Qué sentido entonces tiene el habernos bautizado y aceptado que de la peor muerte Dios es capaz de generar la mejor vida?
Todos los días hay algo que muere en nosotros, algo a lo que hay que morir: a nuestras actitudes egoístas que sólo buscan el provecho personal, a nuestro abuso del poder para humillar a los débiles, a nuestra envidia, rencor y vanidad… larga sería la cadena; y sin embargo allí mismo donde se siembra la muerte nace vigorosa la posibilidad de una nueva Vida (si el grano de trigo no cae en tierra y muere no puede dar fruto –lo enseña Jesús en el evangelio-).
Para el cristiano la resurrección de Jesús es la acción que plenifica toda su vida. De nada sirve vivir todos los años recordando en las misas algo del pasado. Eso que celebramos se realiza cotidianamente, en el templo y fuera de él. La semana Santa puede pasar este año como un evento de folklore religioso más o puede convertirse en una memoria viva, siempre presente, actual y actuante en nuestros pensamientos, sentimientos y acciones.
Celebrar la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús significa en pocas palabras que nuestra vida puede ser diferente, llena de Vida verdadera; no sólo eso, significa que tu vida y la mía ya son distintas… si en verdad creemos en el Amor de Jesucristo.