Con la presentación de Isaías y de Juan Bautista este domingo de Adviento proclama la esperanza mesiánica cristiana haciendo una llamada a la conversión y transmitiendo un impulso espiritual orientado a apresurar el día de un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia, es decir, el día del Señor (Is 40,1-11; 2 Pe 3,8-14; Mc 1,1-8).
Juan Bautista es el precursor del Mesías. De Juan podemos destacar su figura y su discurso, pero lo esencial de su mensaje es la llamada a la conversión y el anuncio del esposo que viene. El talante profético es el aspecto dominante en la presentación del bautista. De hecho se identifica con la voz de Isaías, del Segundo Isaías, el profeta del consuelo y del retorno de Israel. Su comida a base de saltamontes y miel silvestre así como su vestimenta de piel de camello y, sobre, todo la correa de cuero en su cintura alude al profeta Elías (2Re 1,8) ponen de relieve su altura de profeta más que su espiritualidad ascética. La misión prioritaria de Juan no es bautizar sino predicar, es decir, proclamar con su voz la necesidad de preparar el camino del Señor, mediante una nueva conducta y de nuevas actitudes, y anunciar la conversión. El mismo bautismo de Juan está vinculado a la conversión, es decir, el arrepentimiento y al cambio de mentalidad para el perdón de los pecados. La razón del arrepentimiento y del cambio de mentalidad, el motivo de su predicación es la llegada inminente de la persona de Jesús: más fuerte, más digno y con otra función: bautizar con Espíritu Santo.
El énfasis de Marcos recae en tres aspectos claves: La concentración de su predicación en el Mesías-Esposo, el éxodo de Jerusalén y de sus instituciones religiosas con el baño en el río, y la fuerza mesiánica de los que se bauticen en el Espíritu del que Viene como Mesías e Hijo de Dios. La conversión consiste en preparar el camino del Señor e implica el reconocimiento y el arrepentimiento de los pecados. La voz que grita en el desierto no alude principalmente a la palabra del profeta desoída por el pueblo, sino al lugar teológico que el desierto significa en la tradición profética: El desierto es el lugar de la íntima relación amorosa de Dios con su pueblo, cuando Dios habla al corazón (Is 40,3, Jr 31,2; Os 2,16-25), por eso el desierto connota
Desatar la sandalia era un gesto público por medio del cual una persona adquiría los derechos jurídicos de otro, concretamente, en el caso del levirato, cuando un pariente cercano asumía los derechos del esposo (cf. Dt 25,5-9; Rut 4,8). Cuando Juan dice que no es capaz de desatar las correas de las sandalias de Jesús no está refiriéndose sólo a un gesto de humildad, sino al hecho de que es Jesús el Mesías-esposo de la humanidad, el único en quien todos los hombres encuentran la salvación y la plenitud de la vida. Juan no puede suplantarlo. Más bien debe disminuir para que él crezca. El último testimonio del Bautista es éste precisamente: “La esposa pertenece al esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra mucho al oír la voz del esposo; por eso mi alegría ha llegado a su plenitud. Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 29-30).
Para la humanidad abatida, especialmente para todos los que sufren, en la situación crítica de las naciones en este momento de la historia, la palabra del Adviento es una palabra de esperanza, que abre los corazones humanos a Dios pues en la Navidad rememoramos la gran alegría que viene con el Mesías, y que en la imagen del esposo sale al encuentro de la humanidad para celebrar boda.
Para esa Alianza,
A Juan acuden muchos judíos, también los dirigentes religiosos, los fariseos y saduceos, pero el Bautista, en Mt y Lc, los denuncia y acusa duramente: ¡Raza de víboras! Así los llamará también Jesús (cf. Mt 23,33) La conversión reclama frutos y obras, e implica una aceptación personal de Dios y una adhesión real a aquél que viene en su nombre. Refugiarse en falsas seguridades (Mt 3,9) no vale. Permanecer en Jerusalén, en su templo y en su forma de vivir la religión, sin realizar el éxodo liberador, no sirve para nada. Los religiosos de la época se ilusionaban diciendo: “tenemos por padre a Abrahán”. Pero si no hay conversión, si la vida sigue igual que antes, si no se transforma nuestra mentalidad religiosa y social, si no nos lleva a apresurar con nuestras actitudes y comportamientos el futuro de justicia que esperamos, el día del Señor llegará y hará justicia según su promesa, restableciendo el orden cósmico, consumiendo con fuego esta tierra (según el género literario apocalíptico, tan rico en imágenes), y poniendo al descubierto todo lo que se haya hecho en la tierra, lo que hayamos hecho en esta tierra. La salvación no está garantizada por el rito del bautismo, ni por ningún otro rito, sino por la conversión que el bautismo supone. Por eso la conversión apremia.
En la Segunda Carta de Pedro aparecen otras expresiones apocalípticas. Las catástrofes cósmicas, el fuego devorador de la tierra y de sus elementos, expresan la necesidad de un corte y una ruptura con el tiempo presente, con la historia injusta desarrollada en la humanidad, y con el imperio de los poderes y de los poderosos de esta tierra, causantes de los estragos y de tantas víctimas inocentes a lo largo de esta historia irredenta, a pesar del anuncio de salvación del Evangelio. También es apocalíptico el fuego consumador. El que viene con fuerza detrás de Juan es el Mesías y realizará una misión discriminatoria.
Cuando se acerca la navidad necesitamos considerar también este aspecto del Mesías rey y juez. Porque es en su espíritu donde los cristianos hemos sido bautizados, y participamos de su misma misión: El Espíritu Santo en el que hemos sido bautizados los cristianos es el que irrumpe en la historia encarnándose en el Mesías y en el pueblo mesiánico. El Espíritu de sabiduría y sensatez, de valor y de prudencia, de conocimiento y de respeto de Dios es el que se convierte en juez, cuya única fuerza es la palabra. Esa palabra ha sido pronunciada ya por Dios como espíritu que defiende con justicia al desamparado, con equidad al pobre, que eliminará al violento y matará al malvado. La verdad última que juzga a toda persona y que sin duda saldrá a la luz implantando la justicia mesiánica es el sufrimiento de todas las víctimas de esta historia injusta, es el dolor de los que gimen en esta tierra y la indigencia de los pobres de este mundo. Los cristianos creemos en las palabras mesiánicas de Isaías y en su encarnación y realización histórica en Jesús. Estamos convencidos de que la justicia triunfará y entonces traerá la paz, una paz deseada y soñada. Pero no se puede hacer la paz sin la justicia. La esperanza de las víctimas de la historia es que al fin se hará justicia, pero la justicia ¡de Dios!, no la nuestra. Esa palabra de esperanza es el contenido de la formidable imagen de un cielo nuevo y una tierra nueva.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura