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Reflexión dominical: Jueves Santo: El amor hasta el extremo de Jesús, en el Lavatorio, la Eucaristía y el Sacerdocio ministerial

La cena del Señor

Hoy, día de Jueves Santo, el primer día del Triduo Pascual, conmemoramos el amor inmenso de Jesús en la entrega de su vida hasta el fin, mediante dos signos: la Eucaristía y el lavatorio de los pies de sus discípulos como sacramentos de amor, de humildad y de servicio, que caracterizan también el sacramento del Orden Sacerdotal, instituido en esta cena del Señor.

La hora del Amor

En el Evangelio de Juan el lavatorio de los pies en la última cena constituye la mejor expresión de toda la vida de Cristo como signo de amor y de servicio. Este pasaje comienza resaltando la solemnidad del amor de Jesús, diciendo en Jn 13,1: “Sabiendo Jesús que llegó su hora de que pasase de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Jn 13,1 es el inicio de la sección narrativa de los dos signos, el del lavatorio de los pies (Jn 13,1-20) y el de la asunción señorial de la traición de Judas (Jn 13,21-30), los cuales constituyen, en cuanto signos definitivos, el pórtico del relato de la Pasión, que es la historia de la hora decisiva de la exaltación de Jesús a través de su muerte (Jn 18,1-20,29). Su tema es el amor hasta el extremo, por parte de Jesús a los suyos. Jesús se acerca a la muerte como a un acto de amor hacia los que creen en él y se afirma que esa muerte es una victoria, ya que es realmente un retorno a su Padre.

El amor inaudito de Jesús

Este tipo amor, en Jesús tiene el significado del afecto que busca siempre el bien de la persona amada, aunque esto implique o conlleve un sacrificio personal. En el cristianismo el amor de Dios (Dt 6,5) es inseparable del amor al prójimo (Lv 19,18), pues ambos han sido íntimamente vinculados por Jesús (Mc 12,28-34). En Juan, Dios es amor (1Jn 4,8) y el amor del Padre hacia el Hijo es el prototipo de todo amor. En este amor, que trae la salvación, se manifiesta la gloria de Dios (Jn 1,14). El triunfo del amor se manifiesta en el hecho de ser glorificado Jesús. Por tanto, en su glorificación no sólo se incluye la muerte, sino también la vuelta al Padre (Jn 12,16.23ss).

 

El amor hasta el extremo

 

El amor de Cristo a los suyos llegó “hasta el extremo”, esto es, entendido temporalmente, hasta el momento de su muerte y, entendido modalmente, hasta dar su vida. Por eso se puede decir que Jesús “les dio a ellos una suprema señal de amor”. El amor de Jesús abarca todo el tiempo precedente de la vida pública de Jesús en relación con los discípulos y con la gente, pero aquí indica otro aspecto de futuro inmediato con valor manifestativo y se refiere a los signos que continuación se van a dar: el lavatorio de los pies y la asunción de la traición de Judas.

 

La suprema señal del amor

 

La suprema señal de amor de Jesús, valorada por el evangelista Juan como manifestación de un amor hasta el extremo, abarca, por un lado, a los signos visibles de las acciones de Jesús, el lavatorio de los pies y la asunción de la entrega por parte de Judas, y, por otro, a los acontecimientos de los cuales son signos, es decir, la pasión y muerte en la cruz como máxima expresión del amor de quien se da hasta dar la vida.

 

Jesús es consciente de todo

 

El protagonismo de Jesús se hace patente en la conciencia que Juan pone de manifiesto. Todo lo que empieza en esta sección, desde Jn 13,1 hasta Jn 20,29, no es sólo el resultado de una serie de circunstancias que lo conducen hasta la muerte, sino que es él quien da la vida y la da por amor, un amor inédito hasta el momento presente, un amor hasta la muerte. Jesús es consciente del momento definitivo que está viviendo, el momento de cumplir su misión hasta el fin. Su amor se va a expresar hasta el final dando la vida por sus amigos. Jesús es consciente de dos cosas, de la llegada de la hora definitiva y de lo que significa esta hora, a saber, el paso de este mundo al Padre. Jesús va como Señor a la muerte, tal como lo había previsto y proclamado anteriormente (Jn 10,18: “Nadie me la quita –la vida- , sino que yo la entrego libremente”).

 

El amor, colmado de gloria, resplandece en la muerte de Jesús

 

Jesús había demostrado su amor al hombre durante la vida, pero ahora ese amor va a resplandecer, colmado de gloria, en su muerte. Las dos escenas siguientes son señales simbólicas del amor hasta el extremo: el lavatorio de los pies expresión del amor continuo como servicio, y la asunción de su muerte como aceptación señorial de la entrega traicionera de Judas. Jn 13,1 es como el título de toda la segunda parte del Evangelio de Juan, y empieza con la introducción del  lavatorio de los pies.

 

La señal suprema del lavatorio de los pies

Este gesto puede parecer extraño para nosotros hoy en día, pero en aquel entonces era un acto que se realizaba con los huéspedes e invitados de una casa. Los pies de los invitados estarían sucios del polvo del camino que recorrieron para llegar, y un esclavo los lavaba para refrescarlos. Esto no solo sorprendió a los discípulos, sino que también dejó una profunda enseñanza: la verdadera grandeza no se encuentra en el poder, la riqueza o la posición social, sino en el amor, la humildad y el servicio a los demás. Al hacerlo, Jesús, como Mesías e Hijo de Dios, estaba dando un claro ejemplo de amor a todos sus discípulos.

La reacción de Pedro

La reacción inicial de Pedro muestra su incomprensión. Pedro se niega a permitir que Jesús le lave los pies, argumentando que él debería ser el que lava los pies de Jesús en lugar de recibir este servicio humilde por parte de su Maestro. Entonces Jesús le responde que, si no se deja lavar los pies, no tendrá parte con Él. Como Pedro, también nosotros, hemos de dejarnos querer por Jesús, para que, teniendo parte con él, como discípulos en el tiempo presente, experimentemos la fuerza del amor que Jesús, con sus palabras y gestos nos comunica, y con su muerte y resurrección nos ratifica, resucitándonos para vivir en el mandamiento nuevo: Ámense unos a otros como yo los he amado.

El misterio de la Eucaristía

La Eucaristía constituye uno de los misterios más antiguos e importantes de la tradición viva de la Iglesia. Su origen se remonta a la Cena del Señor en la víspera de su pasión y muerte. De ello tenemos testimonios múltiples en el Nuevo Testamento. Destacan especialmente los relatos bíblicos de aquella última cena que contienen los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y la copa (1 Cor 11,23-26; Mc 14,22-25; Mt 26,26-29; Lc 22,15-20).

 

El pan partido es el Cuerpo de Cristo

La convergencia de todas las versiones neotestamentarias (una de Antioquía de Siria, recogida en 1 Cor 11,23-26 y Lc 22,15-20, y otra, de origen palestinense, transmitida por Mc 14,22-25 y Mt 26,26-29) constata que él, tomando un pan, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo”. De todas las acciones realizadas con el pan destaca la de “partir” el pan. El pan que se bendice es experimentado como don de Dios. Pero Jesús, al partirlo, lo vincula estrechamente a su trayectoria de amor y de servicio que culminará con su muerte injusta y violenta en la cruz.  No es ya sólo un pan, sino un pan al que le ocurre algo. Se trata de un pan partido, un pan roto. Sobre este pan troceado es sobre el que Jesús declara las palabras: “Esto es mi cuerpo”.

El pan partido es sacramento del amor hasta dar la vida

Ese pan, ya partido, prefigura lo que será su muerte como expresión de la vida que se entrega por amor. El pan partido es ya mucho más que pan. Es palabra que revela el amor hasta la muerte de Jesús. Es sacramento que transparenta y hace visible aquel amor. Es cuerpo que suscita en los quienes lo comparten el dinamismo existencial de la entrega de la vida por el prójimo. Jesús hace de aquel momento el signo fundamental de su existencia.

 

El amor sacrificial de Cristo

Su fuerza simbólica fue percibida desde el principio por sus discípulos y se convirtió en el memorial del amor sacrificial de Cristo, en anuncio de su resurrección de la muerte, en expresión de la comunión fraterna y solidaria entre los creyentes y en signo por excelencia del Reino de Dios. Así pues, el pan partido está íntimamente asociado al cuerpo roto del crucificado. Es su signo visible. Por eso todo cuerpo roto de este mundo se concita en el pan eucarístico. Y toda vida humana rota por el sufrimiento forma parte del pan amasado en el dolor del cuerpo de Cristo crucificado.

La Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza

La tradición cristiana primitiva muestra la estrecha vinculación de la Eucaristía a la Alianza de Dios con su pueblo. La identificación de la copa con la “sangre de la Alianza” (Mt 26,28 y Mc 14,24) recuerda el rito de la Alianza Sinaítica en la que Dios sella un pacto con su pueblo liberado. Pero aquella Alianza fue superada por otra, anunciada también en el oráculo de la Nueva Alianza del profeta Jeremías (Jr 31,31-34), evocado por Lucas (Lc 22,20) y Pablo (1 Cor 11,25). El Nuevo Testamento pone de manifiesto además el alcance y la trascendencia de la Nueva Alianza en Hebreos 8,8-12.

 

La Nueva Alianza es el Espíritu que transforma el corazón humano

La novedad religiosa allí anunciada y el carácter abierto y universalista de la Nueva Alianza supone el reconocimiento de la presencia misteriosa del Espíritu en toda persona más allá de su credo religioso pues la conciencia constituye el lugar sagrado e inviolable de todo ser humano en su cita íntima y a veces imperceptible con Dios. La Nueva Alianza fue establecida irreversiblemente por Cristo y consiste en la participación de todo corazón humano en la misma transformación espiritual que Jesús llevó a cabo con la entrega de la propia vida, abriéndose al Espíritu de Dios en medio del sufrimiento injusto de su pasión.

El misterio Pascual en la Eucaristía

El perdón a toda persona y la transformación del corazón humano, experimentada y comunicada por Cristo a todo ser humano es el dinamismo del amor inscrito en el interior de cada persona y mediante el cual todos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, tenemos acceso a Dios gracias a Jesús, único mediador de la Alianza Nueva, pues cuando Él era levantado de la tierra, tiraba de todos hacia Dios. Éste es el misterio Pascual del cual la Eucaristía, la fracción del pan, es conmemoración y mediación permanente.

La ofrenda personal de Cristo en el pan y en el vino

Lo más específico de la obra eucarística de Jesús, el partir el pan, muestra, a través de esa acción realizada por el Señor, el carácter voluntario de la ofrenda de Jesús, la cual aparece propiamente en el gesto más común y singular de los gestos eucarísticos. Jesús tuvo la iniciativa de darse a sí mismo con sus propias manos. Este carácter personal se refleja tanto en el pan partido como en el vino. Jesús partió el pan y dio su propio Cuerpo y su Sangre. Las palabras sobre el cáliz en el relato antioqueno de la institución, presente en Lucas y Pablo, «este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» revela el valor de esta oferta personal. La institución eucarística confirma la pasión en su orientación más profunda y más completa de sacrificio de alianza entre Dios y los hombres.

El único pan partido, comunión con Dios y con los hermanos

El sacrificio de Cristo constituye el supremo bien para nosotros los hombres, sus hermanos y hermanas, y al mismo tiempo establece la comunión más profunda con Él y a través de Él, la comunión con Dios. De la misma manera su sacrificio hace posible la comunión estrecha con las demás personas. Pues todo acto de comer tiene este sentido de comunicación interindividual, de acogida mutua y de relaciones fraternas. Esa dimensión comunitaria de la Nueva Alianza, por tanto, se hace visible particularmente en el partir el pan de cada celebración eucarística: «Pues, siendo uno sólo el pan, un solo cuerpo somos todos nosotros, porque todos participamos en ese único pan (1Cor 10,17), que es el Cuerpo de Cristo».

La institución del sacerdocio ministerial y la memoria del pan partido

Jesús encargó a los que estaban con él en la cena: “Hagan esto en mi memoria”. Y así instituyó el sacerdocio ministerial para que los apóstoles pudieran realizar la acción sacerdotal por excelencia que es la de “partir el pan” como expresión de toda una vida entregada, como la suya. El pan que Jesús toma y bendice es experimentado como don de Dios. Pero Jesús, al partirlo, lo vincula estrechamente a su trayectoria de amor, de servicio y de entrega hasta la muerte. Esa es la memoria que hay que actualizar permanentemente en la Iglesia.

Los añadidos de Lucas a las palabras “esto es mi cuerpo” ponen de relieve la gran trascendencia del pan partido “entregándose” y  “por vosotros”. En Lucas el único imperativo de la narración es “hagan esto” y se dice mientras él mismo, Jesús en persona, lo hace. Con ello entendemos que el principal de los cuatro gestos eucarísticos es el que debe ser destacado en todos los órdenes de la vida, siempre en memoria de Jesús. Y este mandato es muy singular para los discípulos allí presentes, que tendrán que actualizar las palabras “esto es mi cuerpo”, haciéndolo “in persona Christi”, en nombre y en la persona del mismo Cristo. Ese ministerio es el ministerio sacerdotal recibido por los apóstoles y por sus sucesores, quienes, a su vez, lo transmiten a todos los sacerdotes, colaboradores suyos, mediante el sacramento del orden.

“Hagan esto en mi memoria”

“Hagan esto” es un imperativo presente con complemento directo, esto, que se refiere a tres aspectos: 1) la celebración litúrgica, 2) los gestos y palabras de la misma y 3)  la vida de entrega generosa de los discípulos a favor de los demás, tal como está haciendo Jesús en ese momento y a lo largo de su vida. Todo ello tiene su centro en el “pan partido”. Por eso Benedicto XVI destacó que “la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.”[5] Esta vocación a la entrega de la vida es propia de todo cristiano y encuentra su culmen y su fuente en la Celebración Eucarística, pero la misión de hacerlo con sus mismos gestos y palabras, esenciales en la Eucaristía, fue el origen del sacerdocio ministerial, que vincula profunda y misteriosamente al sacerdote con la persona y con el cuerpo de Jesús: “Esto es mi cuerpo”.

 

HIMNO EUCARÍSTICO Pange Lingua (Santo Tomás de Aquino)

 

Latín Español
Pange, lingua, gloriosi

Córporis mystérium

Sanguinísque pretiósi,

Quem in mundi prétium

Fructus ventris generósi

Rex effúdit géntium.

 

Nobis datus, nobis natus

Ex intácta Vírgine,

Et in mundo conversátus,

Sparso verbi sémine,

Sui moras incolátus

Miro clausit órdine.

 

In supremæ nocte coenæ

Recumbens cum frátribus,

Observata lege plene

Cibis in legálibus,

Cibum turbæ duodenæ

Se dat súis mánibus.

 

Verbum caro, panem verum

Verbo carnem éfficit,

Fitque Sanguis Christi merum,

Et, si sensus déficit,

Ad firmandum cor sincerum

Sola fides súfficit.

 

Tantum ergo Sacraméntum,

Venerémur cérnui:

Et antíquum documentum

Novo cedat rítui;

Præstet fides suppleméntum

Sénsuum deféctui.

 

Genitori Genitóque,

Laus et iubilátio;

Salus, honor, virtus quoque,

Sit et benedíctio;

Procedénti ab utróque

Compar sit laudátio. Amen.

 

Canta, oh lengua, del glorioso

cuerpo el misterio

y el de la sangre preciosa,

que para rescate del mundo

el fruto de un noble vientre,

el rey de las naciones, derramó.

 

Dado a nosotros, nacido para nosotros

de una virgen intacta,

vivió en el mundo

esparciendo la semilla de la palabra,

y el tiempo de su residencia

lo concluyó de modo admirable.

 

En la noche de la última cena,

reclinado con sus hermanos,

observada plenamente la ley

en la comida de la Ley,

como alimento del grupo de los doce

se entrega con sus manos.

 

El Verbo hecho carne, un pan verdadero

convierte en su carne con su palabra,

y el vino se vuelve sangre de Cristo;

y si los sentidos fallan,

para reafirmar el corazón sincero

la sola fe basta.

 

Así pues tan gran sacramento

veneremos inclinados;

y el Antiguo Testamento

ceda paso al nuevo rito;

la fe preste auxilio

a la debilidad de los sentidos.

 

Al Progenitor y al Primogénito

loas y cantos de júbilo,

también salud, honor, fuerza

y bendición,

y Aquél que procede de ambos

tenga la misma alabanza. Amén.