Cuando voy a Israel con grupos de peregrinos y entramos en el Santo Sepulcro, no más de tres personas por turno, yo invito a decir a cada uno estas palabras del evangelio de hoy en el lugar donde se pronunciaron por primera vez. Lo hago para que todos las escuchemos y para que todos las transmitamos. Son las palabras de la gran alegría y de la esperanza. Desde dentro de la tumba la gran noticia del domingo de Pascua es un mensaje de alegría que resuena por toda la tierra: Cristo ha resucitado. Aunque ésta sea una noticia de hace veinte siglos, constituye una novedad permanente en la historia de la humanidad. Seguramente por ello la tradición primigenia del mensaje pascual, recogida en 1Cor 15,3-4, transmite el acontecimiento de la resurrección de Cristo en el tiempo verbal de perfecto, el que ahora se denomina perfecto compuesto. De este modo el texto bíblico pone de relieve no sólo que se trata de un hecho ya ocurrido, sino de un acontecimiento ya acaecido cuya repercusión en el presente está vigente y se deja notar permanentemente. En efecto, la resurrección no es sólo un hecho puntual del pasado sino una realidad de consecuencias extraordinarias para la vida humana pues, a partir de Cristo resucitado y vencedor de la muerte, la existencia humana se abre a una esperanza inédita. El horizonte al que podemos mirar los seres humanos va más allá de la muerte porque, igual que Jesús ha sido resucitado de la muerte, todos con él recibirán la vida en virtud de su Espíritu. La resurrección de Cristo es, por tanto, el comienzo de la nueva humanidad. Es el primer día de la nueva creación.
La narración histórica de los evangelios transmite dos datos diferentes: el sepulcro abierto sin el cuerpo de Jesús y las apariciones del Resucitado. Este año leemos el relato de Mateo (Mt 28,1-10), que abarca el sepulcro vacío y la aparición a las mujeres. Los relatos evangélicos del sepulcro de Jesús, abierto y vacío, no son pruebas de la resurrección sino signos que ayudan a las mujeres, a los discípulos y a los creyentes de toda la historia, a entender ese mensaje de alegría y de esperanza: Cristo ha resucitado. Pero el testimonio decisivo del acontecimiento de la Pascua viene transmitido por los relatos diversos de las apariciones del Resucitado, en los cuales se muestra que no se trata de visiones subjetivas de quienes las experimentan sino de vivencias extraordinarias de unos testigos a los cuales se presenta el mismo Jesús después de resucitar de la muerte. Esos testigos no son unos visionarios, sino personas capaces de reconocer en el Resucitado a aquél que lleva en su cuerpo, en sus manos, en sus pies y en su costado las marcas del que fue crucificado. No se trata de un fantasma sino de una persona real, cuya identidad es la misma, pero ahora definitivamente transfigurada por la Resurrección.
La resurrección es la intervención definitiva de Dios en la historia que ha suscitado una transformación cualitativa de la vida humana. Dios ha sellado la vida del crucificado con una victoria decisiva. Las señales corporales de Jesús, las marcas de su crucifixión en las manos y el costado muestran la continuidad entre el Jesús histórico y el resucitado. Sin embargo el Resucitado marca una discontinuidad con la historia del común de los mortales, ya que la novedad de vida que él tiene y que comunica a los humanos ya no está sometida a la muerte y es eterna. Así se pone de relieve que el espíritu de amor y de entrega que vivió Jesús en su vida mortal, su mensaje de verdad y de justicia, de perdón y de paz no podía quedar retenido en la tumba de la muerte. Por eso Dios lo resucitó de entre los muertos y a través de él sigue generando y comunicando vida, paz y fraternidad entre los hombres. En medio del sufrimiento y del dolor de la vida humana, la última palabra en la historia es la de Dios, pues en la resurrección de Cristo ha vencido el amor, el bien, la justicia, la verdad, el perdón, la paz, la fraternidad, la solidaridad y la alegría.
La resurrección de Cristo es también el acontecimiento decisivo de transformación del ser humano en su proceso evolutivo, pues el Espíritu de Cristo, su aliento de vida y su fuerza están infundiendo un nuevo vigor a la humanidad entera. En el segundo relato de la creación del libro del Génesis (Gn 2, 4-25) se cuenta que el hombre recibió el aliento de Dios y se convirtió en ser vivo. De modo semejante, en la nueva creación el ser humano recibe el aliento de Jesús y se convierte en Hombre Nuevo. Este cambio cualitativo en el hombre es un fenómeno del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que ha convulsionado la tierra entera difundiendo por doquier la potencia de su amor. Este Espíritu se hace presente en la historia de modo singular como palabra generadora de vida nueva. La palabra es soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya potencia es vital.
Sin embargo, en la nueva creación del hombre, a partir de la resurrección de Cristo, la mujer adquiere un protagonismo excepcional. Las mujeres del evangelio ocupan un lugar primordial en la génesis de la nueva humanidad, pues ellas son las primeras en recibir el mensaje de la resurrección, a ellas en primer lugar se aparece Jesús resucitado, y ellas son las primeras a las que se les encomienda transmitir a los demás discípulos el mensaje pascual. Por tanto, ellas constituyen la primera mediación entre el acontecimiento trascendental de la resurrección y los discípulos. En el evangelio de San Mateo se acentúa este papel relevante de la mujer. Pero su preeminencia en la experiencia de la resurrección no es casual. El mismo evangelio nos relata que ellas permanecieron firmes ante el crucificado cuando todos los discípulos habían abandonado a Jesús dejándolo solo en la hora decisiva de la muerte. Y también ellas, y no los discípulos, presenciaron su sepultura. Ellas manifestaban como nadie el dolor desconsolado y la añoranza irreprimible por el amado ausente. Así pues, su inquebrantable fidelidad a Jesús, incluso estando ya muerto, las hace garantes de un testimonio sumamente cualificado en la iglesia naciente. Como ellas, todo aquel que permanezca firme y solidario ante el dolor y el sufrimiento de cualquier ser humano, especialmente ante el sufrimiento injusto, se convierte en testigo por excelencia de la humanidad resucitada que tiene en Cristo su primicia y que constituye la esperanza viva de la transformación definitiva del hombre.
Al alumbrar el nuevo día las mujeres reciben, con miedo y alegría a la vez, el mismo mensaje que transmitirán, una palabra inaudita en la historia humana: Ha resucitado (Mt 28,7). Al irse del sepulcro la paradoja se resuelve en alegría plena gracias al encuentro emocionado con Jesús. El anuncio del Resucitado, por parte de las mujeres, se convertirá en punto de partida de una nueva relación humana: la fraternidad. Pero esta palabra generadora de fraternidad y de alegría como principio de la nueva humanidad no es un hecho caprichoso del azar, sino que requiere el desarrollo libre y personalmente aceptado de las potencialidades de amor del ser humano. Es misión primordial de la Iglesia recordar y anunciar la presencia del Espíritu en toda persona que haciendo el bien y estando cerca de los que sufren la miseria, la injusticia, la opresión y la violencia, dan testimonio de la fraternidad universal de la familia humana, encaminada irreversiblemente hacia el Padre por el crucificado y resucitado.
¡Feliz Pascua de Resurrección!