Análisis

Qué es lo que nos hace libres

Los derechos humanos son universales y no basta proclamarlos. Hay que garantizarlos

Desde hace unos diez años —como sugiere la ley italiana número 177 del año  2000, que instituyó el Día de la Memoria— recordamos «el derribo de los canceles de Auschwitz, las leyes raciales, la persecución italiana de los ciudadanos judíos, a los italianos que sufrieron deportación, cárcel, muerte, así como a los que, también en campos y formaciones diversas, se opusieron al proyecto de exterminio, y arriesgando su propia vida salvaron otras vidas y protegieron a los perseguidos» (así reza el artículo 1). Lo hacemos  «a fin de conservar en el futuro de Italia la memoria de un trágico y oscuro periodo de la historia de  nuestro país y de Europa, y para que hechos semejantes no vuelvan a suceder jamás» (artículo 2).

Recordamos por que —como está escrito en el campo de concentración de Dachau— «quienes olvidan el pasado se ven condenados a repetirlo». Es justo; pero debemos tener en cuenta las trampas de la memoria, que son muchas. La memoria por mandato, negación del recuerdo personal; el deber de la memoria, rutina burocrática como los nombres de las calles de las ciudades; la memoria falsa, para ocultar o crear conflictos; la oficial, carente de crítica y de análisis histórico; la rencorosa, fuente de resentimientos y divisiones, y no de cohesión.

El exceso de memoria corre el peligro de subordinar el presente al pasado, de paralizar los proyectos de futuro; la inflación de la memoria corre el riesgo de borrar el recuerdo, sumergiéndolo en la multiplicación de las celebraciones. De acuerdo con la fecha que elegimos, cambian las referencias a las responsabilidades y a las víctimas: ¿solo las responsabilidades de los nazis en el exterminio,  o también las de los italianos en las deportaciones? ¿Solo el recuerdo de los judíos, o también de los gitanos, de los presos políticos y militares en los campos de concentración? La memoria selectiva es inevitable, pero es parcial.

En Auschwitz el paso del tiempo corre el peligro de influir en la realidad física del lugar; de desteñir los signos externos de la banalidad y del dramatismo del mal (los pabellones, las maletas, los zapatos, las gafas, las gorras…); esos signos concretos y visibles de seis millones de vidas, de dignidades personales, de individualidades, de personalidades pisoteadas.

Es necesario que la memoria —participación del corazón, como dice la palabra recuerdo, ex-corde— no sea solo histórica, expresión únicamente del intelecto y del conocimiento; aséptica, abstracta, no comprometedora, aunque sea necesaria para evitar las aberraciones de los revisionismos y de los negacionismos, hoy recurrentes de varias formas.

El Holocausto, la catástrofe, la destrucción, es un  unicum irrepetible. Pero las causas y las condiciones en que se produjo y por las que se produjo,  se vuelven a presentar cada día; aunque con formas diversas, a veces más insidiosas y en apariencia menos peligrosas que la infamia representada por las leyes raciales (las italianas, no sólo las nazis).
Por esto, es justo recordar el 27 de enero. Porque, «en el campo de concentración el trabajo hace libres» (como dice el infame lema escrito sobre el cancel de  Auschwitz): pero sólo de morir, mientras que la memoria del campo de concentración hace libres de vivir.