Análisis

Mons. Sergio Gualberti “Compartir la Mesa Eucarística”

Queridos Hermanos y Hermanas:

La 1ª lectura del IIº Isaías nos lleva directamente a los barrios de Babilonia donde está exilado el pueblo Judío. La voz de Dios, a través del profeta, se hace presente en medios de esos hombres abatidos y desanimados:“Vengan, a tomar agua los sedientos… coman gratuitamente… tomen vino, y leche…”. Con estas imágenes de abundancia, de bienestar y gratuidad el profeta les transmite un anuncio de esperanza, tendrán pronto la plenitud de la bendición divina, que es promesa de vuelta del destierro y también de una vida y comunión nueva con Dios.Están llamados a salir de la pasividad y el conformismo de exilados, dejar a los dioses de los babilonios y no “gastar dinero en algo que no alimenta y sus ganancias, en algo que no sacia”. Por eso: “Presten atención y vengan a mí, escuchen bien y vivirán”. Es la invitación a acoger a la vida nueva sellada con una “alianza eterna, fruto del amor fiel de Dios hacia su pueblo, como muestra la imagen del rico banquete al que todos pueden sentarse.

También en el Evangelio que acabamos de escuchar, se nos habla de un banquete para todos. Jesús, a raíz de la muerte de Juan el Bautista, se da cuenta que hay amenazas para su ministerio, por eso piensa retirarse en un lugar apartado a orillas del lago de Galilea, lejos de las tramas de Herodes. Pero la gente se entera y va en su búsqueda, y cuando Jesús desembarca, “Vio una gran muchedumbre, y compadeciéndose de ella, sanó a los enfermos”. Jesús ante el dolor se conmueve en lo más hondo de su ser, antepone las necesidades de los pobres a sus planes y se queda con ellos durante todo ese día. Él asume sobre sí los sufrimientos de esas personas pobres, y se dedica a sanar a los enfermos y a anunciar la buena noticia del Reino de Dios.

Jesús con su actuación nos enseña a compadecernos de los problemas del próximo. En estos días hemos sido testigos de dolor y sufrimientos por la violencia ciega e irracional que ha segado la vida de tantas personas, que no ha parado ni siquiera delante de personas vulnerables y de la sacralidad de mujeres embarazadas, portadoras de vida. No es suficiente estremecernos y protestar, todos tenemos que trabajar con fuerza para atacar a las causas de la violencia, entre otras: implementar una educación con valores éticos, luchar en contra de la pobreza, el narcotráfico y la drogadicción que envenenan a nuestros jóvenes y los hacen violentos, les hacen perder el uso de la razón, dejar el recurso a la confrontación, el lenguaje violento como el que se está utilizando en la campaña electoral.

Esas palabras de Jesús cautivan a la gente que se queda reunida a su alrededor en ese lugar desierto hasta el atardecer. Los discípulos se preocupan y dicen al maestro: “Este es un lugar desierto y ya se hace tarde, despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos”. Su preocupación es correcta pero la medida propuesta no es la que Jesús tiene pensada: “No es necesario que se vayan; denles de comer ustedes mismos... “Aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces Tráiganmelos aquí“.

Con este dialogo familiar y confiado Jesús pide que sus apóstoles intervengan, “ustedes mismos denles de comer”, y también que la gente comparta lo que tiene, los cinco panes y dos peces, para que Él pueda actuar. Él nos llama también a interesarnos de nuestros hermanos, a no quedarnos indiferentes ante el drama de nuestro mundo, donde 2.000 millones de pobres sufren hambre, entre ellos también un gran número de hermanos bolivianos. Por eso como Iglesia, cumpliendo el mandato del Señor, trabajamos en favor de la promoción humana de los pobres con tantas obras y servicios sociales, aunque con limitaciones y dificultades. La lucha contra la pobreza tiene que ser asumida decididamente también por el Estado como su principal responsabilidad, más aún en este tiempo de bonanza económica. Hace falta una distribución más justa y equitativa de los ingresos y la implementación de políticas sociales y servicios básicos en favor de los sectores pobres y vulnerables.

Jesús, luego del diálogo con los discípulos, ordena a la multitud que se siente, toma en sus manos los cinco panes y los dos pescados, los bendice, los parte y los da a sus discípulos para repartirlos. Toda la multitud se sacia en abundancia al punto que quedan sobras que se recogen en doce canastos. Con este prodigio, Jesús da pleno cumplimiento a la promesa de la Nueva Alianza anunciada por Isaías: Él es el profeta que la hace inquebrantable y definitiva, que prepara el banquete de la vida gratuito, abundante y solidario para todos.

Jesús nos invita también a sentarnos con dignidad a su Mesa, y que cada uno ponga su esfuerzo y contribución. Este es el sentido pleno del reparto de los panes y expresado por las palabras:” tomó los cinco panes y dos pescados, y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes”.

Aquella multitud sentada sobre el pasto que comparte el pan partido, es la anticipación de comunidad eclesial que se reúne alrededor de la mesa de la Eucarística, el banquete de la Nueva Alianza, al que el nuevo pueblo de Dios está invitado a participar, como escuchamos en cada Misa: “Dichosos los invitados a la cena del Señor”. Invitados a compartir la Mesa Eucarística y comer no cualquier pan, sino el pan que es el cuerpo y la sangre de Jesús, que Él nos ha dejado como sello de su amor y de la gratuidad de todos los dones de Dios.

Compartir la Mesa Eucarística es hacer que toda nuestra vida y persona sea un don para los demás, una entrega y solidaridad efectiva con los más pobres y necesitados.

Compartir la Mesa Eucarística es tener la valentía y el coraje de luchar en contra del mal, de dar testimonio de nuestra fe en medio de indiferencias, incomprensiones y hostilidades, convencidos, como San Pablo, que “obtendremos una victoria, gracias a Aquél que nos amó” y que ni tribulaciones, angustias, persecución y ninguna otra adversidad “podrá jamás separarnos del amor de Dios”.

Permítanme una palabra sobre otro tema actual. En varias oportunidades se ha propuesto en nuestro país el debate de una ley de derechos sexuales y reproductivos, en la que, entre otros aspectos que chocan con la moral natural y la ética cristiana, hay la pretensión de equiparar con el matrimonio la unión de personas del mismo sexo. En estos días nuevamente se dan esos intentos de insertar en el Cogido de Familia a las uniones de personas del mismo sexo, y darles el mismo reconocimiento jurídico que el matrimonio, contraviniendo lo estipulado en la Constitución Política del Estado y en contra de los auténticos valores humanos y cristianos, y de nuestras culturas indígenas.

Es una propuesta errónea e injusta, porque el matrimonio es una institución única que se basa en la complementariedad sexual y que hace posible la realización de dos fines equivalentes: el amor mutuo entre esposa y esposo, y la procreación de los hijos. La diferencia sexual por tanto constituye la base antropológica indispensable del matrimonio: “Hombre y mujer los creó”. Ninguna otra relación humana, sin importar cuánto amor o cariño haya, puede adjudicarse este propósito ni cumplirlo. Por tanto, es la potencial capacidad procreadora de la unión entre un varón y una mujer que hace la diferencia jurídica entre el matrimonio y la convivencia entre personas del mismo sexo.

Equiparar las uniones homosexuales a los verdaderos matrimonios es introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social. Se argumenta que el reconocimiento jurídico sería la única forma de que puedan disfrutar de ciertos derechos que les corresponden en cuanto ciudadanos. En realidad, lo justo es que acudan al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco”. (Cfr. Nota de prensa Conferencia Episcopal Española).

No se trata de una cuestión de derechos civiles, o de discriminación; las personas homosexuales, como todos, están dotadas de la dignidad inalienable que corresponde a cada ser humano y hay que tratarlas con respeto, dignidad y amor y de ninguna manera es aceptable que se menosprecien o discriminen. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, tiene una mirada misericordiosa hacia todos los hijos de Dios, y se dirige con caridad y verdad a estos hermanos y busca acompañarlos en su situación.

Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación de la Palabra de Dios y compartamos en comunidad y con perseverancia la Mesa Eucarística, para comer el pan de vida y de amor, el pan partido y compartido que nos alegra y fortalece, y que nos confirma que nada ni nadie “podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”.

Amén