Iniciamos hoy la sexta semana de Pascua. El próximo domingo celebraremos la Ascensión del Señor Jesús a los cielos, aunque correspondería al próximo jueves, pues en ese día se cumplen cuarenta días de la Resurrección.
El pasaje evangélico de este domingo está tomado de Juan 15,9-17 y corresponde, como el domingo pasado, a la Última Cena, continúa el Evangelio de Juan en el que nos habla Cristo de que Él es la vid y nosotros los sarmientos. El tema vuelve a ser el “amor”, palabra que se repite nueve veces en la carta de San Juan y en el evangelio también nueve veces. Por otro lado, el concepto de “amigos” tres veces.
Cristo no permaneció en el sepulcro, resucitó, subió a los cielos a los cuarenta días de resucitar. Pero a Cristo se lo encuentra en el corazón del que le ama y también se le encuentra en la comunidad de Él, la Iglesia. Cristo se declara “amigo” de sus discípulos. Él declara su amor a nosotros. El amor de Jesús va dirigido a los que le aceptamos. El Apóstol Pablo estaba muy seguro del amor de Cristo cuando exclama: “¡Me amó y se entregó por mí!” (Gal 2,20).
Cristo con su resurrección ha inaugurado una nueva forma de estar con sus discípulos y también con nosotros hoy. Cristo penetra en las habitaciones estando cerradas las puertas. Él está muy cerca “estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Cristo no solo nos ha dicho que nos ama sino que declaró el secreto del origen del amor. Dice que el amor viene de “arriba”. Viene de arriba porque es un regalo de Dios. El amor viene de Dios, es una fuerza que nace en Dios mismo. En el amor auténtico está una fuerza vital que procede de Dios. Es precisamente en el amor donde reside la semejanza de la persona humana con Dios.
La palabra “amor” está muy gastada hoy día. Es fácil “hablar” de amor, pero el amor siempre habrá que demostrarlo con las obras. Por ello, es muy importante seguir la “lógica” del amor tal como Jesús lo expresa y también la carta del Apóstol Juan.
Juan hace una definición de Dios: “Dios es amor” (1Jn 4,8). La iniciativa del amor la tiene Dios. El nos ha amado antes, no es que “nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó” (1Jn 4,10). Es bueno tener muy en cuenta que nuestro amor, no nace de nuestro buen corazón, si no que es una chispa del amor que nos comunica Dios: “el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios” (1Jn 4,7).
Jesús dice: “Como el Padre me ha amado…”, “yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,9-10). Nos dice a nosotros: “¡Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él!” (Jn 3,16). El Hijo de Dios, Cristo Jesús, nos ha amado a nosotros con el mismo amor con que a Él le ama el Padre: “Como el Padre me ha amado, así les amo Yo…, ya no les llamo siervos, a ustedes les llamo amigos” (Jn 15,9.15). Asimismo, nos habla de la gratuidad del amor, “no son ustedes los que me han elegido, soy Yo quien les ha elegido” (Jn 15,16). Cristo, no hay duda alguna, nos ha amado como nadie entregándose en la cruz por nosotros: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Las consecuencias del amor de Dios a nosotros están claras en las palabras de Jesús: “Permanezcan en mi amor, si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor” (Jn 15,10). Pero hay que percatarse de algo más, la conclusión que hace Juan es que tenemos que amarnos unos a otros. “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios” (1Jn 4,7). Y, Jesús dice: “Este es mi mandamiento: Que se amen unos a otros como yo les he amado… Esto les mando, que se amen unos a otros” (Jn 15,12.17).
La palabra de Dios nos invita a hacer un “chequeo” de nuestras actitudes respecto al amor hacia todos y, especialmente, entre los miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia. La tentación del “ghetto” o de grupo cerrado, de regionalismo, en cierto sentido, sigue amenazándonos a los discípulos de Jesús, a cada cristiano; somos parte de esta humanidad dividida en razas, etnias, culturas… Cada uno podrá ver y sentir hasta qué punto existe para Dios y vive para el prójimo. También hasta qué punto existimos para nosotros mismos. Amar al prójimo como a sí mismo es exactamente lo contrario de amarse a sí mismo en el prójimo.
Si tomáramos papel y bolígrafo, en el silencio del encuentro con el Señor que ve lo íntimo de nuestro ser, pudiéramos escribir cuántas personas son parte de nosotros mismos, de cuantos y de quienes nos preocupamos seriamente y, entonces, llegaríamos al asombro de haber endulzado el amor a los demás, de haberlo idealizado con exquisiteces sentimentales y afectivas, lo hemos reducido a pocas personas, estamos por ello, lejos de un amor universal como Cristo nos enseña.
Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M.
ARZOBISPO DE SUCRE
Sucre, mayo 13 de 2012