En Lepanto, el 7 de octubre de 1571, las armadas de España, Venecia, los Estados Pontificios, Malta, Saboya y Génova unidas como la Liga Santa derrotaron a la armada del imperio otomano que amenazaba con conquistar los países católicos extender el Islam por todo el Mediterráneo. La amenaza turca sobre los reinos cristianos era muy grave. Los musulmanes formaron un imperio que, además de extender su dominio por casi todo el mundo mediterráneo, conquistó numerosos reinos cristianos en Europa occidental hasta llegar a las mismas puertas de Viena en 1529.
Consciente del peligro que suponía el dominio marítimo otomano en los países orientales del Mediterráneo, el Papa Pío V hizo un llamado a la cristiandad a la oración y al ayuno. Esto fue lo que al fin movió al Reino de España y a Venecia y a otros países a cumplir los llamados del Papa convocando a los países cristianos a una nueva cruzada.
Pio V, a pesar de su temperamento fogoso y sus dolores constantes intervino con paciencia y cordura. Durante estos largos y angustiosos meses consiguió formar una alianza de los gobiernos católicos. Según un tratado, la elección del comandante general estaba reservada al Papa. Éste estando celebrando un día el Santo Sacrifico de la Misa, cuando llegó al evangelio de San Juan (1,6) empezó a leer: “Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan”. Entonces el Papa hizo una pausa, volvió su rostro hacia la Virgen y se dio cuenta, por inspiración divina, de que el comandante de la Cruzada debía ser Don Juan de Austria, hijo del Emperador Carlos I de España. Después de varios intentos por fin se firmó una alianza en mayo del 1571.
La responsabilidad de defender el cristianismo recayó principalmente en Felipe II, Rey de España, junto con los estados venecianos y genoveses. El Papa Pío V fue reconocido como Jefe de la Liga, nombrando a Marco Antonio Colonna como General de los galeones y a Don Juan de Austria, como Generalísimo.
El ejército cristiano contaba con 20,000 soldados preparados, 101 galeones y otros barcos más pequeños. El Papa envió su bendición apostólica y predijo la victoria. Además ordenó retirar a cualquier soldado cuyo comportamiento pudiese ofender al Señor. Pío V, consciente del poder de la oración del Santo Rosario, pidió a toda la Cristiandad que lo rezara y que hiciera ayuno, suplicándole a la Santísima Virgen su auxilio ante aquel peligro.
El Papa envió el estandarte de la Liga: era un damasco de seda azul con la imagen del Crucificado. También entregó una astilla de la Santa y Verdadera Cruz para cada una de las naves capitanas. Y concedió a todos los miembros de la expedición las mismas indulgencias propias de las cruzadas. Por eso se considera que se trataba de una auténtica cruzada.
Don Juan de Austria prohibió la presencia de mujeres a bordo y decretó pena de muerte para los blasfemadores. Algunos días antes de la partida, los 81 mil soldados y marineros ayunaron durante tres jornadas, se confesaron y recibieron la Sagrada Comunión, haciendo lo mismo los condenados que remaban en las galeras. Un ambiente de Cruzada se vivía nuevamente en Europa y un renovado celo por la gloria de Dios brillaba en los que iban para el combate.
El 15 de septiembre, la mayor flota católica jamás reunida zarpó de Messina, en Sicilia, para enfrentar a la flota musulmana liderada por el cuñado del Sultán, Alí Pasha. Diez días más tarde llegaron a Corfú, cerca de la costa noroeste de Grecia. Los turcos habían arrasado el lugar el mes anterior, dejando sus usuales huellas: iglesias reducidas a cenizas, crucifijos rotos, cuerpos destrozados de sacerdotes, mujeres y niños. Además el 6 de Octubre llegaron las exasperantes noticias de que los otomanos habían derrotado y masacrado a los católicos en Chipre, la joya de las posesiones insulares remotas de Venecia.
El Papa Pío V pidió la protección de la Virgen mediante el rezo del Rosario y convocó a las grandes potencias marítimas europeas a una alianza militar, la Liga Santa, que hiciera frente a los otomanos en defensa de la fe cristiana. El rey de España, Felipe II, asumió la mayor parte del peso financiero al sufragar la mitad de los costes de la Liga y puso al frente de la armada cristiana a su hermano, el almirante don Juan de Austria. Había también otros líderes católicos de las naves españolas, venecianas, pontificias, genovesas, saboyanas y maltesas quienes se reunieron en Mesina, Sicilia, antes de zarpar hacia las costas griegas.
De esta manera se llegó al alba del 7 de octubre. Las fuerzas enemigas eran muy similares, pero la aparente igualdad de ambas armadas desapareció en cuanto comenzó la batalla. La artillería cristiana era mucho más efectiva que la otomana, cuyos cañones apenas lograron hacer daño a los barcos de la Santa Liga, mientras que los cañones cristianos lograron hundir varias naves enemigas.
Finalmente la nave capitana cristiana, llamada “La Real”, comandada por don Juan de Austria, exhibiendo un gran pendón con la Cruz de Cristo, se enfrentó a la nave capitana otomana, “La Sultana”, que fue rechazada y abordada. Finalmente la lucha continuó hasta que los otomanos fueron derrotados.
La victoria de la Liga Santa en Lepanto permitió alejar la amenaza otomana musulmana sobre la Europa cristiana. Ese día fue declarado por el Papa Pío V como fiesta de la “Virgen de la Victoria”. Su sucesor Gregorio XIII, le cambió el nombre por la Fiesta del Rosario, que este año ha celebrado su 450 aniversario con agradecimiento.