Santa Cruz

Homilía de Monseñor Gualberti, 03-06-2013

Hermanas y hermanos,

En esta semana hemos vivido unos acontecimientos estupendos de gracia, hemos experimentado la presencia del Señor en el peregrinar de nuestra Iglesia. El Domingo pasado hemos meditado sobre el misterio de la Santísima Trinidad, las maravillas de la vida íntima de Dios que es plenitud de amor, amor que se extiende hacia nosotros sus hijos, creados a su imagen y semejanza.

El amor de Dios se manifiesta de mil maneras en nuestra existencia personal y en la vida de la Iglesia a través de la acción constante del Espíritu Santo y, de una manera más patente en la Eucaristía, presencia real del cuerpo y la sangre de Jesús. En la Misa Jesús se ofrece como verdadero alimento de nuestra fe y vida cristiana, nos libera de las cadenas del pecado y del mal y nos une en la comunión del único pueblo de Dios.

El día jueves, solemnidad de Corpus Christi, hemos celebrado con mucha alegría y participación multitudinaria este misterio de amor, en todas las parroquias y en el estadio, convocados por el lema: EUACRISTIA, ESTA ES NUESTRA FE. También hemos manifestado nuestra fe en el amor de Dios pública y comunitariamente por las calles de nuestra ciudad, momento particularmente significativo en el camino que como Iglesia estamos recorriendo en este Año de la Fe.

Y es en este contexto de fe que hemos conocido que el Papa Francisco ha aceptado la renuncia de nuestro querido Cardenal Julio como Arzobispo de Santa Cruz y que ha confiado este mandato a mi persona, que asumo con gratitud al Señor y a la Iglesia, y al mismo tiempo con trepidación por la gran responsabilidad que esto significa.

Me han causado asombro las expresiones de aprecio y afecto que todos los sectores del Pueblo de Dios han manifestado hacia el Cardenal Julio y mi persona en estos días. Hecho que me anima grandemente a entregar toda mi vida al servicio de esta querida Iglesia y del Reino de Dios.

Es un compromiso que no puedo asumir solo, tenemos que hacerlo todos juntos, obispos, sacerdotes, vida consagradas y todos los bautizados, porque todos estamos en el mismo barco navegando hacia la meta definitiva, la casa del Padre. Este signo ha sido magníficamente representado en el logo del “Año de la fe” y en el altar de Corpus Christi preparado en el estadio, gracias a las ofertas de los que han participado en la celebración eucarística. Unidos entre todos estamos desafiados a responder con entusiasmo al llamado de la Iglesia de reavivar nuestra fe en Dios, en el marco de la fidelidad al Evangelio, y al mismo tiempo atentos a la renovación que el Espíritu Santo nos irá indicando a través de los signos de los tiempos.

Hoy Jesús nos presenta un ejemplo luminoso de un hombre de fe a imitar, el centurión, un militar del ejército romano de dominación y por tanto pagano. Este hombre ha oído hablar de Jesús y ve en él la última esperanza de que pueda sanar al sirviente que más aprecia y que está a punto de morir.

Sin embargo, no se atreve a ir a buscar en persona a Jesús, y lo hace a través de unos ancianos judíos. Jesús acepta la invitación y se pone en camino, y cuando estaba cerca de la casa, el centurión le hace decir: “Señor… no soy digno de que entres en mi casa… Basta que digas un palabra y mi sirviente se sanará“.

Quisiera recalcar cuatro aspectos de este relato:

* El Evangelio es para todos: Aceptando el pedido de este pagano y extranjero que no pertenece al pueblo elegido de Israel, Jesús pone en claro que el Evangelio, la buena noticia de la salvación es para todos los pueblos y culturas del mundo y de todos los tiempos. Utilizando un lenguaje muy conocido hoy, podríamos decir que todos los seres humanos, sin distinción alguna, tienen “el derecho” a recibir el Evangelio. Por otro lado, el centurión por sus actitudes demuestra que es un hombre religioso, en búsqueda de la verdad y del bien, y que reconoce en Jesús la actuación de Dios.

En el mundo muchas personas, de todas las étnias y culturas, están preparadas para acoger el anuncio del Evangelio, y valoran el tesoro de la fe cristiana vivida en la comunidad eclesial.

En cambio, muchos cristianos están anquilosados en la indiferencia y rutina y no valoran el don del Evangelio, mientras que otros se consideran los únicos privilegiados, merecedores de la Buena noticia, excluyendo a todos los demás. Nos hace falta un baño de humildad, con la consciencia de que podemos muy fácilmente desperdiciar este don.

* La fuerza de la Palabra: “Basta que digas una palabra “. La palabra de Jesús, no es una palabra cualquiera, como nos lo manifiesta también el apóstol Pedro en su respuesta a la provocación de Jesús después de la multiplicación de los panes, cuando pregunta si también los doce quieren dejarlo como muchos otros discípulos: “Señor, ¿a quién iremos? Tu tienes palabras de Vida eterna“. La palabra de Jesús es eficaz, tiene el poder de realizar lo que expresa, es una palabra que crea, que sana, que perdona y que libera a todo el ser humano en el espíritu y en el cuerpo y que da vida para siempre.

* La fe es búsqueda y don al mismo tiempo: Jesús pone al centurión entre los destinatarios del Evangelio, porque éste ha creído en su Palabra. Nosotros también podemos encontrar al Evangelio, sólo si hemos encontrado y experimentado en nuestra vida la palabra eficaz de Jesús, al igual que el Centurión. Este hombre bueno y honesto busca a Dios con corazón sincero y quiere encontrar a Jesús, sabiendo que él es portador del poder de Dios.

El Centurión está en búsqueda de la verdad y se siente atraído más que nunca por Jesús que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Toda persona que está abierta a la verdad, puede descubrir a Jesús que pasa también por su vida. Pero este hombre además de estar sediento de lo que da sentido auténtico a su vida, demuestra una atención solícitud por la enfermedad de otro hombre, un simple siervo, uno que no cuenta nada en esa sociedad. El no pide algo para sí, su preocupación es que el enfermo recupere su salud.

El centurión también muestra respeto hacia los judíos, un pueblo dominado. No se aprovecha de su situación de poder, sino que colabora con ellos en la construcción de su casa de oración.

Todos estos signos nos hacen deducir que el Espíritu de Dios, que “sopla por donde quiere” (Jn, 3,8) está ya en su corazón. Por eso Jesús pronuncia esa alabanza: “Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe”, palabras que tiene que haber resonado como una bofetada para los judíos que se creían los únicos creyentes en el Dios verdadero.

Mirando más detenidamente la figura del centurión, nos damos cuenta que su fe es resultado por un lado de su búsqueda, pero, por el otro, es obra de Dios que lo precede, lo mueve y produce la fe auténtica. En este sentido queda claro que la fe en primer lugar es don de Dios, el más grande que nos puede dar, un don a pedir siempre, haciendo nuestra la oración del padre de ese muchacho poseído por un espíritu malo, que se dirigió a Jesús con estas palabras: “Creo Señor, pero aumenta mi fe” (Mc 9,24).

* “Señor yo no soy digno de que entres en mi casa“: valdría la pena alguna vez agradecer al Centurión cuando repetimos estas palabras ante de acercarnos a la comunión. El centurión se siente “indigno” y sin embargo, los ancianos judíos lo presentan a Jesús como un hombre digno que: “merece que le hagas este favor” y el mismo Jesús lo propone como ejemplo de hombre justo. Sin embargo el centurión subraya que es indigno de que el Señor pase por su casa y por su vida. El desea fuertemente encontrar a Jesús y acogerlo en su casa con las puertas abiertas, pero no se siente digno, tal vez porque pagano, un extraño entre los judíos. El manifiesta la actitud de verdadero creyente: a pesar de ser una persona honesta y digna, su fe le hace reconocer lo pequeño que es delante de Dios.

El centurión nos está enseñando que nadie puede reclamar una dignidad particular delante de Jesús para que le conceda algún favor, ni siquiera el don de la fe. Nadie puede esgrimir argumento alguno para lograr un trato especial por parte de Dios ni de los demás. Nuestra actitud tiene que ser de personas humildes que sencillamente reconocemos que lo que somos, tenemos y creemos es un don de Dios y por tanto se lo tenemos que pedir constantemente: “Creo Señor, pero aumenta mi fe”.

Oficina de prensa del Arzobispado de Santa Cruz.