A ti, joven campesino.
Recuerdo un artículo de hace ya unos meses en el que te instaba a dar siempre tu opinión. A pedir la palabra con valentía y sencillez. Con respeto y con el deseo firme de estar abierto a otros sentires y mejorar así lo tuyo. Incluso, admitir lo ajeno para hacerlo propio.
Me parece un tema tan importante que deseo insistir un poco más en ese recóndito misterio de las relaciones humanas.
Hace unos días así me dirigí a vosotros, chicos del internado:
– Cada vez que la directora del Centro, el director de la Unidad Educativa, un profesor del área Humanística o del área Alternativa, los responsables del internado o el padrecito os hacemos observaciones o recomendaciones necesarias para la buena marcha de nuestro hogar y colegio, me quedo con la impresión de que falta vuestro sentir. Ese matiz que, seguro, daría un acento distinto, más realista, a aquello que se quiere corregir o mejorar.
Es bueno, después de nuestra intervención como educadores, que os preguntemos, que os demos la oportunidad de compartir vuestro parecer y, ante todo, vuestros sentimientos. Sólo así, contrastando los diversos criterios, llegaremos a un juicio razonado y oportuno.
– Será, padrecito -comentaste-, que no tendremos nada qué decir…
Aproveché tu comentario para replicar que eso puede ser penoso. Pensemos si nos ronda el miedo o la vergüenza a expresarnos. Quizá la consideración torpe de posibles represalias. Y, a lo mejor, la flojera para pensar, para plantearnos ideas, para sacarle a la realidad todo su caudal de tonos: grises unos y llenos de colorido otros.
– Por favor, chavales, sed valientes y sinceros. No tengáis miedo de quienes sólo queremos lo mejor para vosotros. Entre todos, juntando todas las manos, construiremos un entorno digno. Dentro de un tiempo, cuando seáis profesionales o trabajéis en las duras tareas del campo, será el momento de aportar lo mejor a vuestra sociedad, a vuestra cultura, a vuestro país…
Y algo tan importante no se puede improvisar. Dependerá del ardor, de la energía que despleguemos en estos años de formación. No perdamos la ocasión.
Me atrevo a dar otra vuelta de tuerca a este planteamiento, profundizando algo más. Estoy pensando ahora en nuestra actitud como educadores. En cómo nos situamos ante el “adentro” de las jóvenes personas que nos han confiado. Me gusta decir que fácilmente podemos caer en una especie de síndrome: el de la ceguera y la sordera. Me explico.
Nuestras jornadas transcurren con el afán de preparar las explicaciones de clase, ajustar las calificaciones al esfuerzo de los alumnos, presentar a tiempo los calendarios y programaciones. Es posible que nos abrume el insistente papeleo que solicitan las autoridades pertinentes y la preocupación por la mejor adecuación de los ambientes. E intuimos que lo primordial es el diálogo directo y veraz con vosotros, chicas y chicos. Y, quizá, es esto lo que dejamos para el final porque lo anterior nos urge un día y otro.
O sea, con la mejor voluntad somos ciegos y sordos a vuestra llamada silenciosa que busca, sin hacerlo consciente, la escucha, el consejo, la comprensión.
Sólo hay una forma de llegar a eso que celosamente guardas tan adentro, muchacho que me lees: estar cerca de ti, sacando tiempo de no sé dónde… Un tiempo que aparentemente podría tomarse como perdido, pero que a pesar de todo quiere tocar lo más sublime: tu misterio como persona, tu mundo de emociones, sentimientos, nostalgias, proyectos. Es tu mundo tantas veces incomprendido en esta humanidad llena de prisa y ansiedad.
Unas veces será con un saludo cordial en el que la clásica pregunta: ¿cómo te va?, espere paciente la respuesta. Otras será aplaudiendo el gol en la cancha, haciéndote protagonista de algo importante para ti. Abundaremos siempre en miradas acogedoras y rechazaremos todo lo que quiera revestirse de desprecio, ironía e indiferencia.
Las más de las veces será sentándonos a tu lado y motivando la escucha. Es fácil que entre bromas y comentarios jocosos brote la ocasión para la confidencia. Seguro que sí.
Es lo que necesita nuestro entorno: personas capaces de compartir ese tiempo, supuestamente perdido, para llegar al corazón del otro, a su verdad, y conjurar el peligro del enfrentamiento y la venganza.
Para llegar a eso que guardas tan adentro…