A ti, joven campesino.
Hoy no vas a leer palabras fáciles de entender.
Es posible que esta columna te resulte engorrosa. Que sea difícil asimilar su contenido y más el intentar vivirlo. Pero debo arriesgarme.
Ya sabes, chico del hogar-internado, que tus docentes y educadores queremos poner el listón de la exigencia en buena altura, como se dice. No para cansarte, aburrirte o desanimarte. Sino para empujarte a conseguir metas dignas y constructoras de un estupendo futuro. Lo hacemos por tu bien aunque ahora no entiendas todo su significado.
Confío, claro que sí, en que eres capaz de hacer tuya esta reflexión. Capaz para dejarte influir, modelar, transformar por ella. Capaz para llegar a ser hijo del viento.
Tú ves cómo nuestro entorno abunda en el despropósito del “más fuerte”. Por aquí y por allá nos llegan constantemente sones de gentes empeñadas en manejar la historia a su gusto y arbitrio. Tentación ésta que nos quiere zarandear a todos, sin distinguir razas, culturas, costumbres y creencias. Y cuando escribo “a todos”, yo me considero en primera línea.
– Padrecito, ni entiendo lo de “hijo del viento”, ni apenas este último párrafo que nos suelta así, como el que no quiere la cosa… -es tu acertada objeción.
Mira. Atiende. Hablo de la persona que quiere confinarse en su terquedad. Que quiere ver claramente el camino para pisar firme con su bota. Que necesita dominar, controlar, verificar. Hablo de esos tipos que no se fían más que de su propio esquema de valores, despreciando el de los demás. Todo a su alrededor es imperfecto y ruin. Difícil que confíen y más difícil aún que sientan la necesidad de una orientación, de un consejo, de un amigo que tenga la valentía de corregirles y no siempre llenarles de elogios.
Demasiado seguros de sí mismos, se sienten dueños de la historia y capaces de decidir, sin rubor, lo que está bien y lo que está mal. Faltos de inteligencia, enclaustrados en su viejo castillo, hace mucho que la prudencia les abandonó.
Son los que protagonizan violencias sin fin. Quienes se toman la justicia por su mano. Los que retuercen los argumentos contrarios para vaciarlos de sentido. Quienes no saben escuchar.
– Me parece que le voy entendiendo. Será que todo lo contrario, ¿tiene que ver con el viento? -me gusta tu sagacidad. ¡Serías un buen detective!
Recuerda cómo hace ya muchos siglos, un Maestro judío, protagonista de los Evangelios, nos invitó a ser como los niños: inocentes, confiados, quebradizos. Frágiles. Sólo quienes se sienten así son aptos para extender la mano y pedir. Aptos para reconocer y aceptar sus debilidades. Sabedores de que no poseen todas las riquezas, todos los brillos, todas las habilidades.
Has acertado, amiguito: son los hijos del viento. Discretos con su presencia, reaniman cansancios y suavizan fiebres abrasadoras. Suaves, sinceros, risueños, forjan a su alrededor ambientes distendidos y con su candor arrastran a muchos.
Juguetones y soñadores.
Por eso, querido chaval, te quiero hijo del viento. Con alma de niño incrustada en tu agitada adolescencia. Lleno de fe y confianza. Como un soplo de vida sin origen ni destino. Sin apegos ni deseos paralizantes. Prendido de Papá-Dios que regala generosamente su Espíritu -fuerza y luz- a quien anhele acogerlo.
Hoy no has leído palabras fáciles de entender. He querido arriesgarme. Poner el listón de la exigencia en buena altura. Ahora ya sabes lo que eres: hijo del viento.