El Arzobispo de Santa Cruz centró la temática de su homilía en “discurso eucarístico” es decir el discurso de la Misa en la Eucaristía. En ese contexto enfatizó en el hecho que Cristo, en un supremo gesto de amor, nos ofrece entrar en comunión con Él dándonos a comer su cuerpo y su espíritu, único camino de salvación.
Por otro lado rememoró la celebración de la Fiesta de la Asunción de María al cielo, en nuestro país la conocemos más como la Virgen de Urkupiña. Es la fiesta de la esperanza y con alegría celebramos la maravilla de la Virgen María que comparte la gloria de Dios para siempre, porque ha hecho de toda su vida un sí a Dios, entregándose totalmente a Jesús, identificándose plenamente con él y poniéndose al servicio de su misión salvadora.
HOMILIA DE MONS. SERGIO GUALBERTI
ARZOBISPO DE SANTA CRUZ
16 DE AGOSTO DE 2015
Ya van tres domingos seguidos que la liturgia de la Palabra nos presenta el discurso que Jesús pronunció después de la multiplicación y repartición de los panes y de los peces, esto nos indica la importancia del mismo, que a justa razón ha sido definido discurso “eucarístico”. Es decir el discurso de la Misa en la Eucaristía. Jesús pone todo su esfuerzo para que los judíos reconozcan su origen divino, que él es “el pan vivo bajado del cielo”, pero choca con una dúplice incomprensión; En primer lugar la del mismo signo de la multiplicación de los panes y los peces y también la incomprensión de su palabra, al punto que muchos de sus discípulos desde aquel momento lo dejan.
Detrás de la incomprensión del origen divino de Jesús, está en juego algo más profundo, la misma manera de concebir a Dios, su manera de manifestarse y de intervenir en la historia. Los judíos no pueden concebir que Dios se rebaje hasta hacerse uno de nosotros y menos aún que ofrezca su cuerpo y su sangre como comida y bebida: “Ellos discutían entre sí: Como este hombre puede darnos a comer su carne?”. Ellos no entienden que Jesús ofrece mucho más de lo que esperan, ellos lo buscan para el pan de cada día, mientras que Él les brinda el pan de la felicidad, el pan del amor, el pan de vivir de él. Para que su vida sea nuestra vida, Cristo, en un supremo gesto de amor, nos ofrece entrar en comunión con él dándonos a comer su cuerpo y su espíritu, único camino de salvación.
Ante su cerrazón persistente, Jesús ya no dialoga más, afirma, porque ahora solo corresponde tomar una decisión ante sus palabras y su persona: si se cree o no se cree. Jesús pide cumplir con la única obra de Dios: creer, tener confianza en él, entregarse a él en cuanto don enviado por Dios Padre. Creer es superar la propia visión y expectativas, es ir más allá de lo que vemos de lo que comprendemos, es mirar con ojos de la fe, cambiar manera de pensar y de vivir, es reconocerlo como el único y auténtico Salvador en quién creer y a quién seguir.
«El pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.» El pan no es sólo el que ha repartido, ni tampoco la palabra de Jesús, sino su propia “carne” entregada para la vida del mundo. Jesús nos revela que la salvación nos llega justamente de su humanidad, de todo su ser, de su cuerpo ofrecido para la vida del mundo. Su vida es un don, Él se da sin ninguna reserva, con todo su ser y toda su existencia gastada por los demás: “Pasó su vida haciendo el bien”, hasta su entrega máxima en la cruz: “Todo está cumplido”.
Su vida es vida divina, un don para nuestra vida presente y futura, es participación y comunión del misterio de amor de Dios, y el misterio de Amor de Dios es la Santísima Trinidad. Su vida es una gracia que sigue siendo ofrecida también hoy para todos nosotros en la Eucaristía: sólo de nosotros depende acogerla o no. «Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida». El pan y el vino, con las palabras de Jesús pronunciadas por el sacerdote en la Misa y nosotros lo vamos a pronunciar de aquí en un momento: “Tomen y coman esto es mi cuerpo, tomen y beban, esta es mi sangre” se convierten verdaderamente en el cuerpo y la sangre de Jesús. San Agustín así nos habla de este misterio de amor: “El pan y el vino sin la Palabra de Jesús, se quedan pan y vino, pero con la Palabra se convierten en sacramento”, se convierten en la presencia viva y salvadora del cuerpo y la sangre de Jesús.
En nuestra existencia terrenal, el comer y beber son condiciones indispensables para que podamos subsistir, nos hacemos lo que comemos. En la Eucaristía el cuerpo y la sangre de Jesús se hacen el alimento de la vida cristiana, nos hacen hijos de Dios, verdaderos seguidores suyos, capaces de responder con amor a su amor. “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”.
Por eso, la Eucaristía es fiesta, es la alegría de tener acceso a los bienes de la vida para siempre, del encuentro y comunión con Jesús. “Permanece en mí y yo en él”. Es una presencia constante no pasajera, una comunión existencial, que nos hace uno con Él. Es todo y el mismo Cristo que cada uno de nosotros recibe al comulgar en la Santa Misa y, al unirnos a él y a Dios Padre, nos unimos entre nosotros, formamos un solo cuerpo, la Iglesia.
La Eucaristía es la presencia real de Cristo ofrecida para que todo el mundo, no sólo algunos, participe de su vida divina, la misma de Dios. Es un regalo que no podemos alcanzar por nuestras fuerzas y que sólo puede venir de la gracia de Dios, que recrea la esperanza y da firmeza para seguir en el difícil camino de la vida, sembrado de tantos problemas. En un antiguo cántico eucarístico se define la Eucaristía: “el pan de los ángeles, verdadero pan de los hijos, hecho alimento de los peregrinos”, el alimento que sustenta la gran peregrinación que es nuestra vida cristiana y la de todo el pueblo de Dios hacia la meta definitiva.
Es alentador y esperanzador saber que contamos con este don, pero al mismo tiempo Cristo nos pide una respuesta, hay que decidirse si reconocemos en su persona al salvador enviado por el Padre, si optamos por él o si, por el contrario, lo rechazamos. Tenemos que decidir en quien poner nuestra confianza, si queremos jugarnos la vida por él, y entablar una relación personal con él, dispuestos a escuchar su palabra y alimentarnos del pan de vida. Si nuestra respuesta es positiva, nos convertimos en don, dispuestos a gastar nuestra vida por Él y los hermanos.
Tenemos un ejemplo radiante ante nuestros ojos de una persona que ha hecho “la obra de Dios”, que ha creído en el enviado de Dios: la Virgen María.
Ayer hemos celebrado la Fiesta de la Asunción de María al cielo, en nuestro país la conocemos más como la Virgen de Urkupiña. Es la fiesta de la esperanza, porque, gracias a su fe, ella es la primera criatura que ha vencido la muerte y goza de la gloria celeste en la totalidad e integridad de su ser.Ella participa ya de los frutos ganados por Jesús en la cruz y se convierte en motivo de alegría frente a tantas oscuridades y sombras de nuestra vida, porque nosotros y toda la Iglesia también tenemos la certeza de poder llegar un día a gozar, como nuestra madre María, del triunfo definitivo sobre la muerte en la mansión eterna del Padre.
Con alegría celebramos la maravilla de la Virgen María que comparte la gloria de Dios para siempre, porque ha hecho de toda su vida un sí a Dios, entregándose totalmente a Jesús, identificándose plenamente con él y poniéndose al servicio de su misión salvadora.
Ella nos invita a cada uno preguntarnos con sinceridad: “¿Crees de verdad en Jesús como el enviado por el Padre? Qué representa y qué cuenta Jesús en tu vida? Participas de la Eucaristía y te acercas a la comunión para alimentarte de Cristo el pan de vida? Tú que recibes el don del cuerpo y la sangre de Cristo, ¿eres don para los demás?
Jesús nos ha indicado claramente el camino para que Dios haga grandes obras en nosotros como en la Virgen María. El se ha ofrecido como nuestro pan de vida, solo hace falta que nosotros, superando nuestros titubeos y dudas, creamos en él, nos levantemos de nuestros desánimos y caídas, y nos alimentemos del cuerpo y la sangre de Jesús y así poder “gustar y ver qué bueno es el Señor”, como dice el estribillo del salmo que hemos cantado. Amén