En varios parajes de los Evangelios los protagonistas de ciertos episodios importantes no creen lo que el Antiguo Testamento había anunciado para todas las generaciones venideras. No creyeron lo que iba a suceder. Ni siquiera lo que el propio Jesús les anticipó. Sólo lo creyeron a medias. Y pese a esta tozudez, lo anunciado sucedió. Jesús anunció que resucitaría a los tres días de su crucifixión, muerte y enterramiento. Y así fue: Resucitó. El acta funeraria de este suceso -mejor dicho, de este milagro-, la suscribieron los que fueron testigos de lo ocurrido al tercer día de que el propio Jesús, desde los maderos de la Cruz exhalara su último aliento: “consummatum est”.
Después del tortuoso fallecimiento, siguió lo que sucede con los difuntos, vino el enterramiento en un espacio de la tierra que se había cavado. Donación de un tal José de Arimatea, quien, de piadoso donante pasó a la historia para siempre. Se cumplieron las ceremonias rituales y se cerró la puerta que consistía en una gran piedra corrediza.
La historia no terminaba aquí sino que tomaba otros rumbos para alcanzar la misma meta que la anunciada por Jesús durante su vida terrena,
Lo que vino después fue aún más notable. La Madre de Jesús y otras mujeres, al amanecer del día siguiente, corrieron al sepulcro para terminar el embalsamamiento de cadáver. A partir de entonces se sucedieron las nuevas sorpresas. La primera fue que la piedra que cerraba en enterramiento estaba abierta. La segunda que allí estaban dos ángeles en función de celoso porteros. La María, madre de Jesús trata de saber qué se había hecho el cadáver de su Hijo. La primera palabra del Resucitado es para su Madre, confirmándole su resurrección. Frente a la poca fe de sus discípulos. Jesús había resucitado.
Hasta aquí, amigo lector, mi tema fue una mediocre copia de los Evangelios. Me queda todavía felicitarlos por la resurrección gloriosa del Maestro quien permanecerá cerca de cada uno de nosotros para conducirnos a la eterna gloria. ¡Si ponemos los medios a nuestro alcance…!