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Reflexión dominical: Oscar Romero, beatificado, testigo del Espíritu Santo

Este sábado, día 23 de Mayo, se ha celebrado en la ciudad de San Salvador la beatificación de Monseñor Oscar Romero. A los treinta y cinco años de su asesinato en El Salvador, la Iglesia universal proclama oficialmente lo que ha sido una continua manifestación de la fe de la Iglesia latinoamericana desde su muerte hasta ahora. En la víspera de Pentecostés se celebra ya la presencia singular y martirial del Espíritu Santo sobre el que fuera sucesor de los apóstoles en aquella Iglesia de Centroamérica: El arzobispo Oscar Romero. Quienes lo conocieron destacan que él fue profeta contra el pecado, voz de los sin voz y pastor fuerte hasta el martirio. Estas facetas de su vida sacerdotal, su compromiso con los últimos, su opción por los pobres, su palabra respetuosa y humilde pero a la vez firme y transparente en la transmisión de los valores del Evangelio, la búsqueda de la verdad en el diálogo abierto pero sin connivencia alguna con el mal, la búsqueda de la justicia del Reino de Dios en el momento crítico que le tocó vivir, dada la situación conflictiva de su país, acreditan que vivió y murió como un mártir, testigo de la fe en el Crucificado y Resucitado y lleno de Espíritu Santo.

Su beatificación nos llena de inmensa alegría y constituye un impulso extraordinario para seguir por los senderos de la fe comprometida y martirial en este continente de esperanza. Ojalá que su canonización no se retrase mucho para que lo podamos tener como patrón de la Misión Permanente en la América del siglo XXI y que tal vez su canonización pudiera llevarse a cabo en el año 2018, coincidiendo con la celebración del V Congreso Misionero de América en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), cuyo lema propuesto es: “El Evangelio de la Alegría para América en misión”.

Acerca de la fiesta de Pentecostés que celebramos este domingo, esta solemnidad señala el fin de una etapa litúrgica en la vida de la Iglesia que cada año permite renovar la vida de los creyentes por la participación en los misterios de la fe, que tienen su eje en la pasión, muerte y resurrección de Jesús. La venida del Espíritu Santo sobre los discípulos y discípulas, motivo de la fiesta de Pentecostés, es el fruto principal y definitivo de la Pasión de Cristo y marca el comienzo de la Iglesia, haciendo de los discípulos una comunidad viva, dinámica, plural, evangelizadora y misionera. Desde el comienzo de la cuaresma invocamos en la oración del Salmo 50: “Renuévame por dentro con Espíritu firme, no me quites tu santo espíritu, afiánzame con espíritu generoso”, para que se realizase en nosotros la transformación de nuestra mente y de nuestro espíritu, quebrantado y humillado. Ahora se lleva a cabo esta transformación por la comunicación del Espíritu de Cristo muerto y resucitado en el corazón de las personas que lo invocan. El Espíritu firme, santo y generoso de Cristo se comunica a través de la palabra del Evangelio transmitida e interpretada en la fe de la Iglesia.

La Biblia relata el misterio de la venida del Espíritu en dos versiones. El texto lucano de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,1-13) lo presenta en el día de Pentecostés como una manifestación portentosa de Dios, con los elementos simbólicos del viento, del ruido y del fuego, signos de la potencia divina, que impulsa al testimonio de la fe en la diversidad de lenguas, pueblos y culturas. Esa misma diversidad de dones que emanan de un mismo Espíritu de amor es destacada por Pablo (1 Cor 12,1-31) poniendo de relieve el valor de la pluralidad de los miembros y funciones de la comunidad cristiana edificada por el amor para formar un solo cuerpo. La efusión del Espíritu según el cuarto evangelio (Jn 20,19-23) se presenta de un modo más personal. Es el mismo Jesús resucitado, inconfundible por las señales propias del crucificado en las manos y el costado, el que exhala sobre los discípulos su aliento y su Espíritu.

El relato de la aparición del Resucitado a los discípulos en el cuarto evangelio (Jn 20,19-23) subraya la identidad del crucificado y resucitado, destaca la donación del Espíritu del Resucitado a los apóstoles y resalta que el medio adecuado para comunicar la fe en el Resucitado es el testimonio y la palabra. La victoria sobre la muerte y sobre el mal es el comienzo de la nueva creación. El realismo de la muerte violenta e injusta sufrida por Jesús como víctima de los poderes de este mundo ha dejado la huella imborrable de la limitación humana en aquel cuyo amor ha traspasado definitivamente el límite en virtud de su apertura al Espíritu transformador de Dios. Jesús, Señor de la muerte y la vida, sigue dando su aliento de vida, soplando su fuerza de amor e infundiendo su Espíritu divino a la humanidad entera. Juan cuenta la comunicación del Espíritu por parte de Jesús como un nuevo aliento, una nueva atmósfera, un nuevo brío. La literalidad del texto original griego resalta el énfasis cualitativo: “Recibid Espíritu santo”. El Espíritu de Cristo da un nuevo vigor al ser humano que quiera recibirlo.

Este Espíritu se hace presente en la historia de modo singular como palabra generadora de vida nueva. La palabra es soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya potencia es vital. Pero Jesús lo sigue haciendo desde dentro de la historia, en medio del sufrimiento y de la injusticia de la vida humana, a través de la palabra y del testimonio de los creyentes. Creer en el resucitado es seguir al crucificado y reconocer al Jesús de la cruz como Mesías, Señor e Hijo de Dios. Esta fe genera un nuevo estilo de vida que supera todos los miedos y se nutre continuamente de los dones del Espíritu: la paz verdadera y la alegría plena. Es el mismo Jesús resucitado, inconfundible por las señales propias de su crucifixión en las manos y el costado, el que exhala sobre los discípulos su aliento y su Espíritu, de modo que éstos sean receptores y, a la vez, testigos de la paz, de la alegría y del perdón en el mundo.

El Espíritu que viene sobre nosotros, como vino sobre los primeros creyentes, irrumpe en el mundo y lo podemos sentir como viento fuerte, como ruido impetuoso, como fuego abrasador, que nos saca de la inercia anodina de la pasividad, del indiferentismo, de la abulia colectiva, del miedo paralizante, de la desidia y de la resignación ante el mal imperante. Ante la impotencia que parece provocar en nosotros el mal en sus múltiples manifestaciones, el del narcotráfico que aniquila a tantos jóvenes, el de la corrupción que destruye la dignidad y la credibilidad de las personas e instituciones, el del interés meramente económico absolutizado por las minorías pudientes del planeta, como si fuera el dios más absoluto, el de la violencia estructural tanto del sistema social como de la inseguridad ciudadana, el de la carencia de trabajo para tantas personas, es posible, sin embargo, esperar al Espíritu de la vida que viene también hoy a comunicar sus dones y ponerlos a nuestro alcance y al alcance de todos. Esos dones del Espíritu Santo son siete, según la tradición profética (cf. Is 11, 1-2): sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Todos ellos pertenecen en plenitud al Mesías. Y por ello Jesús, el Mesías crucificado y Señor de la historia, puede comunicarlos a sus hermanos y lo hace en este día de Pentecostés. Esos dones deben producir en nosotros los frutos que le son propios: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad (cf. Gá 5,22-23).

El Espíritu es también el que nos capacita para permanecer en la Nueva Alianza con Dios. La Alianza es la que fue sellada con la Pascua y la Sangre del Señor. Esa nueva Alianza inaugurada irreversiblemente por Cristo consiste en la participación de todo corazón humano en la misma transformación espiritual que Jesús llevó a cabo con la entrega de la propia vida, abriéndose al Espíritu de Dios en medio del sufrimiento injusto de su pasión. La transformación del corazón humano, experimentada y comunicada por Cristo a todo ser humano es el dinamismo del amor inscrito en el interior de cada persona y mediante el cual todos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, judíos y cristianos, tenemos acceso a Dios gracias a Jesús, único mediador de la Alianza Nueva (Heb 9,11-15), que nos capacita por medio de Cristo para vivir el perdón definitivo de Dios y para no pecar ya más. En esa radical transformación del corazón humano anida la más profunda alegría del Espíritu.

La presencia de la Virgen María, madre de Jesús (Hch 1,14) y madre nuestra, es muy importante en el comienzo de la Iglesia naciente, pues la apertura al Espíritu por parte de la colmada de gracia al principio del evangelio de Lucas (1,35) hizo posible el nacimiento del Mesías y, de la misma manera, su presencia al principio de los Hechos de los Apóstoles, segunda parte de la obra de Lucas, la hace partícipe del nacimiento de la Iglesia, que es la continuadora de la misión del Espíritu del Resucitado a lo largo de la historia humana. La compañía de María como madre de Jesús y madre de la Iglesia es como la garantía del Espíritu transformador de los corazones y el aval de la gracia sobreabundante en la vida humana y en la Iglesia. Se le podría llamar, por eso, prenda del Espíritu.

En la Misión permanente de la Iglesia Latinoamericana necesitamos también un Pentecostés permanente, para que el Espíritu impulse al testimonio de la vida en el amor a todos los creyentes. Damos gracias a Dios especialmente por la beatificación de Monseñor Oscar Romero y rogamos para que, por su mediación como testigo del Espíritu, la Evangelización en América Latina siga sembrando la alegría y los valores del Evangelio, el amor, la misericordia, la verdad, la justicia, el perdón, la reconciliación, y así se consiga el mejor fruto del Espíritu que es la transformación de las conciencias y del corazón humano. Oremos particularmente también por los cristianos perseguidos hoy especialmente en Oriente Medio y para que la próxima visita del papa Francisco a Bolivia avive en nuestra iglesia la alegría del Evangelio y el compromiso fiel de la vida cristiana. Feliz Pascua de Pentecostés.

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura