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Reflexión dominical: El encuentro con el Mesías

En la primera lectura de este domingo (1Sm 3,3b-10.19) tenemos un relato formidable de vocación, la de Samuel, a la vida profética. En este tipo de relatos de vocación-testimonio se encuentra también el texto evangélico (Jn 1,35-42) que revela el descubrimiento que hacen los discípulos de la persona de Jesús. La comprensión de la identidad de Jesús se irá desvelando poco a poco a lo largo de todo el Evangelio, a partir de la contemplación de sus obras y palabras, y especialmente a partir de su muerte en Cruz y su Resurrección.

El evangelista Juan, sin embargo, no espera hasta el final para mostrar lo que los discípulos percibieron y encontraron en Jesús, componiendo una escena entrañable. El bautista presenta a Jesús como el Cordero de Dios, del cual había dicho antes que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Jesús se ha sumergido con su bautismo en el mundo del pecado para cargar con el pecado, destruirlo con su muerte y vencerlo para siempre con su vida.

Es preciso que tomemos conciencia de que Jesús es quien quita verdaderamente el pecado del mundo, desde el pecado más personal al más estructural, puesto que todo pecado aniquila al ser humano. La envidia, el egoísmo, la avaricia, la lujuria, todos los pecados capitales generan corrupción, violencia, mentira, injusticia y desigualdad, son la causa última de la crisis económica que arrasa como un ciclón el mundo desarrollado y sostiene en la pobreza a sectores inmensos de la población del mundo, provocando de mil maneras la eliminación y la muerte de personas.

En el contexto social de sufrimiento marcado por la enfermedad y por la muerte que nos afecta a todos y por la barbarie de los atentados terroristas de todo el mundo, la de París y las de África, especialmente de los que instrumentalizan a los niños convirtiendo sus cuerpos en artefactos vivientes, ante el sufrimiento que provocan las consecuencias de la gran crisis y de sus crímenes económicos, ante la violencia multifacética de las sociedades expandida al por mayor, frente a las ideologías que propagan la exclusión masiva de pueblos y etnias de la tierra con sus manifestaciones racistas y xenófobas, los creyentes hemos de tomar conciencia de que nuestra palabra, una palabra solidaria con todos los que sufren y con todas las víctimas, y especialmente si ésta va acompañada del sufrimiento por la causa del Evangelio, es una palabra que muestra a Jesús, que lleva al encuentro con Cristo y comunica la presencia del Resucitado y así hace partícipes a los seres humanos y a los creyentes del misterio de Cristo.

Mostrar a Jesús para seguir detrás de él como verdaderos discípulos es lo que hemos de hacer en nuestra Iglesia para encontrar caminos nuevos de convivencia, de justicia y de fraternidad. Pero para conocer a Jesús no basta con tener noticia de él sino que es preciso conocerlo a fondo, conviviendo con él, compartiendo su palabra y su mesa, pasando el tiempo con él y comprobando, desde la experiencia de la relación viva y cordial con él y con su evangelio, que él es el Mesías.

La lectura paulina (1Cor 6,13-20) está centrada en la transformación personal que lleva consigo la vinculación y la pertenencia al cuerpo de Cristo. El cuerpo humano es la persona en toda su integridad, vista desde su capacidad de relación con los demás. El cuerpo es el “yo” que se comunica, que está en relación con los otros. Y dado que desde el bautismo ya estamos vinculados a la persona de Cristo, nuestra identidad personal, nuestro cuerpo y nuestras relaciones personales deben estar impregnadas por el Espíritu de Cristo que habita en nosotros.

Por eso la vocación cristiana más profunda es la de vivir en el amor. Como el cuerpo de Cristo es un cuerpo de amor, un cuerpo que se entrega y que se hace don para los demás y por los demás, así los cristianos hemos de ser cuerpos que se entregan a servir y ayudar a los demás. El de Cristo es el Cuerpo eucarístico: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (Lc 22,10).

Desde esta perspectiva de amor y de donación no cabe en la existencia cristiana una vida de lujuria. La intimidad más profunda y misteriosa del cuerpo humano en su dimensión relacional es la sexualidad, que, desde la pertenencia mutua, del cuerpo al Señor y del Señor al cuerpo, está llamada a vivirse como donación y entrega en el amor más gratuito, desinteresado y auténtico y que tiene su fuente en el amor eucarístico.

De ahí que todo comportamiento sexual que no tenga como motivo y como objetivo la vivencia del amor, de la donación íntegra de la persona en el respeto y agradecimiento al otro como un don que pertenece a Dios, es porneia, lujuria, inmoralidad, es decir, uso, abuso, instrumentalización egoísta, explotación y cosificación de la persona, de la otra persona y de su intimidad, que distan mucho de la gran vocación cristiana y eucarística a la que hemos sido llamados. También en este ámbito hemos de ser todos auténticos discípulos y profetas que iluminen la realidad preciosa de la sexualidad desde el amor de Cristo.

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura