Destacadas

Reflexión dominical: Dios Amor

La Iglesia celebra hoy la fiesta de la Santísima Trinidad, dogma fundamental del cristianismo, que proclama la unidad en el amor de las tres personas que son un solo Dios, vivo y verdadero: el Padre, el Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo. Dios es amor, comunión íntima y comunicación viva de personas en la Trinidad. Ese amor es el Padre que se ha manifestado en Jesucristo y se nos ha dado con su Espíritu a los seres humanos para llevarnos hasta la verdad plena y hacernos partícipes de su gloria, incluso en medio de las tribulaciones del tiempo presente. Y ese Espíritu da vida a la comunidad eclesial suscitando una vida de resistencia activa y aguante frente a los envites del mal en todas sus manifestaciones, una vida de mucha más calidad y una esperanza inquebrantable. Y el alcance del Espíritu no tiene fronteras ni ideológicas ni nacionales sino que en todo lugar inspira la gracia y el coraje para seguir comunicando lo que Jesús ha revelado y para poder enfrentarse, con el arma exclusiva de la palabra, a los poderes que oprimen, maltratan o desprecian al ser humano y su dignidad.

“Tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo para que todo el que crea en él tenga vida eterna”. Esta frase, capital en el evangelio de hoy (Jn 3,16-18), sintetiza el mensaje de vida que la comunidad eclesial anuncia en este domingo de la Trinidad. Dios es Amor en la comunión de tres personas y esa identidad común amorosa que irradia misericordia, perdón, entrega y paz es la que comunica a los seres humanos, imagen y semejanza suya, para que vivamos la grandeza de ser con otros, de reconocer y valorar al otro, de amar al otro y de entregarse a los otros.

El pueblo de Israel a través de su historia, llena de dificultades y llena de ambigüedades, fue descubriendo a un Dios que se les revelaba como Padre misericordioso y como Dios de la liberación. En el texto del Éxodo se manifiesta como un Dios misericordioso y fiel, dispuesto siempre a perdonar a su pueblo (Ex 34,4-9). Se les reveló como el que tomaba la causa de los empobrecidos de la historia y los llevaba a la humanización verdadera. Ese Dios que había apostado por el ser humano humillado, esclavizado, oprimido y vulnerable, decide acompañar a Israel y defenderlo frente a todo poder imperial que buscaba imponerse sobre ellos; es el Dios liberador de toda opresión y de toda marginación impuesta por los imperios de turno y es, sobre todo, el Dios que perdona las culpas y pecados de su pueblo. Frente a él, Israel tiene un compromiso radical de configurar su vida y su sociedad desde la sabiduría de ese Dios que, por puro amor y pura gratuidad, ha querido declararlo su pueblo.

Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, es el Dios del Amor entregado a la humanidad para que ésta tenga vida. Por eso él es la gracia. Jesús es la mejor forma de entender el misterio profundo de Dios. Él es quien nos reveló al Padre, es quien en definitiva nos manifestó la esencia trinitaria de Dios. Durante toda la vida en carne de Jesús fue mostrándonos las facetas maravillosas que él había experimentado de Dios, su Padre. La vida transparente y coherente de Jesús revela lo que Dios es en sí mismo: la eterna verdad, el eterno amor, la eterna misericordia, la verdadera justicia. Jesús es Dios hecho historia, es Dios asumiendo la realidad humana, redimiendo su creación; por eso entender el mensaje de no poder y de justicia enseñado por Jesús, y vivir bajo sus principios, es entrar en una estrecha relación de sentimiento y de vida con el Dios Trinidad.

El Espíritu, prometido por Jesús a la comunidad recién fundada, es la fuerza de Dios hecha amor y resistencia que acompaña a la Iglesia en su caminar por la historia. Él es la fuerza de la comunión eclesial. El Espíritu es quien enseña a la Iglesia lo que tiene que hacer para lograr configurarse plenamente con Dios en el proyecto de vida, de justicia y verdad enseñado por Jesús y ratificado con su muerte en cruz. Los seguidores de Jesús, muerto y resucitado, tenemos que llegar a transparentarlo en nuestra vida para que el mundo crea en el Dios verdadero que ha creado este mundo y que desea que ésta su creación llegue a la plenitud. Sólo podremos transparentar a Jesús muerto y resucitado, si permitimos que el Espíritu de Dios actúe en nuestras vidas, y si nos dejamos moldear por ese Espíritu, para poder vivir y testificar el amor de Dios trino y uno en medio de esta historia y en medio de nuestras propias comunidades.

El misterio paradójico al que la fe cristiana nos remite para encontrar la fuente inagotable de la alegría y de una vida nueva es la reorientación de la existencia humana hacia Jesús crucificado. Concentrar la mirada y la atención en el Jesús del Calvario es encontrarnos con el Dios del amor, absolutamente libre y gratuito, que abre al ser humano la posibilidad de la regeneración total de la vida. San Juan lo dice inmediatamente antes del texto que hoy leemos con su doble lenguaje típico: “El Hijo del Hombre tiene que ser levantado en alto para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Ser levantado en alto es una imagen que traduce un único verbo griego (hypsoo) que evoca las dos facetas del misterio pascual: El crucificado y el resucitado. En su pasión hasta la cruz, Jesús, levantado en alto como víctima humana, sufría la muerte, pero, por la acción del Espíritu, era exaltado y recibía la vida (cf.1 Pe 3,18). El crucificado por los hombres es exaltado por Dios. Creer en este Jesús es empezar a tener una vida eterna y entrar en la experiencia más profunda y bella del Dios amor.

La manifestación plena del Dios amor se ha hecho patente en el amor de Jesús, Hijo de Dios y Hermano nuestro, que, en la cruz y a través de la cruz, transforma la violencia en ternura, la crueldad en dulzura, el rencor en perdón, el insulto en bendición, la traición en reconciliación, la fragilidad en fortaleza, la desesperación en confianza, el pecado en gracia, y la muerte se transforma en vida mediante la resurrección. Esa es la verdadera Pasión de Cristo, el Amor de Dios, hasta la entrega total en la Cruz. La Pasión de Cristo no son sólo los hechos dolorosos que el Señor soportó en la cruz hasta la muerte, sino el Amor sin límites con que él afrontó y vivió el sufrimiento para infundir una nueva vida al género humano. Lo primero sería prácticamente la “crónica de una muerte anunciada”, lo segundo es el corazón del mensaje del Evangelio, que es potencia de salvación para todo el que cree. Cristo nos capacita por su sacrificio redentor, por la acción de su espíritu y con su ejemplo para que todos nosotros cumplamos también nuestra misión.

Cuando nosotros entregamos nuestra vida como ofrenda a Dios en defensa de los inocentes, en apoyo de los justos y por la liberación de los oprimidos, entonces también nosotros experimentamos que hemos sido ya vivificados y resucitados con Cristo (cf. Ef 2, 4-10) en su movimiento ascendente que tira de todos hacia él. El Dios del amor, rico en misericordia, que nos da a su Hijo único, nos da con él la vida nueva y eterna. Somos hechura de Dios. Este mensaje es fuente inagotable de alegría. Por medio de Cristo y de su gracia y en virtud de su amor, los que creemos en él estamos llamados a transformar los múltiples rostros de la miseria en ámbitos de misericordia y de justicia, de perdón y de libertad, que levanten a la humanidad sometida en nuestra tierra encadenada. Esos rostros son los de los empobrecidos, los oprimidos y descartados por las estructuras económicas injustas, por las ideologías totalitarias que la sustentan y por los dirigentes políticos que las mantienen.

Sin embargo nosotros podemos vivir el amor trinitario cuando comprendamos que Dios está dentro de cada uno de nosotros y nos da fuerza para hacer lo que Jesús hizo: entregarse a los demás. En las relaciones matrimoniales, en la vida consagrada, en la relación de amistad, en las relaciones entre padres e hijos, en las relaciones sociales y en la vida política, podemos manifestar que somos imagen del Dios Trinitario. La entrega a los demás hasta el sacrificio es el baremo con el que podemos medir la altura de nuestras relaciones de amor y la señal de nuestra semejanza con el Dios Amor. Así también la Iglesia es la expresión de la Trinidad, porque es la comunidad de personas que al sentirse hermanos y al apoyarse mutuamente facilitan la acción de Dios que está en ellos, como Padre que ama, como Hijo que se entrega y como Espíritu que da fuerza.

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura