Análisis

Miguel Manzanera SJ.: “Descendió a los infiernos”

Tal como rezamos en el Credo, Jesucristo “Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos. Al tercer día resucitó de entre los muertos y subió a los cielos”. Muchos creyentes repetimos de memoria esa oración, pero posiblemente no sabemos explicar el significado de “descendió a los infiernos” y en consecuencia no le damos importancia. Sin embargo esa frase es clave para comprender la plenitud del plan divino de la salvación, profetizado en la Biblia, iniciado en Cristo Jesús y continuado por la Divina Rúaj (Espíritu) hasta el final de los tiempos.

Algunos hechos y dichos de Jesús nos ayudan a entender mejor ese descenso. Poco antes de su muerte el Señor anunció que llegaba la hora en que sería levantado de la tierra y atraería a todos hacia Él, mientras que el  “príncipe de este mundo” sería echado de este mundo (Juan 12,31; cf. Hebreos 2,6-18). Estas palabras se cumplieron cuando Jesús, acusado de proclamarse Rey, fue cruelmente flagelado y condenado ser crucificado en el monte Calvario, como se hacía con los zelotes que combatían contra el Imperio Romano.

Los evangelios narran que muchas personas vieron la muerte de Jesús en el monte Calvario. Al pie de la cruz estaban su madre María con el apóstol Juan, a quien Jesús le dejó como hijo. También cercanas contemplaban la escena María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena (Juan 19, 25). Más alejadas se encontraban otras mujeres seguidoras de Jesús, entre ellas María, madre de Santiago el Menor y de José, y la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo  (Mateo 15,40-41; Marcos 15,40-41; Lucas 23,49). El evangelio de Mateo narra cómo al morir Jesús, la tierra tembló y las rocas se hendieron, algunos sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos y difuntos resucitaron y se aparecieron a muchas personas (Mateo 27, 51-53).

Aclaremos que según las creencias religiosas los terremotos, frecuentes en Israel, se atribuían a la apertura violenta del “seol” o “hades” (en hebreo y en griego), recinto ubicado en las entrañas de la tierra. Allí descendían las sombras de los difuntos, que hoy llamaríamos almas, y, encerradas por Satanás, permanecían allí esperando el juicio final de sus obras según la Ley de Moisés.

 

Para entender por qué creían en la existencia del “seol” hay que examinar los relatos bíblicos del Antiguo Testamento. Satanás, malvado ángel tentador, tenía la misión de examinar la fe de los israelitas fallecidos, tarea que ejercía abusivamente. Les tentaba, poniéndolos en situaciones extremas tal como hizo con Job, quitándole sus bienes y sus hijos y enfermándole con una peste (Job 1 y 2) para que maldijera a Dios. En mismo Jesús fue también tentado por Satanás en el desierto (Mateo 4,1-11) y en otras ocasiones, muy particularmente en su agonía en la cruz (Mateo 27,45-50).

 

Como consecuencia de las terribles tentaciones diabólicas muchas personas infringían la Ley de Moisés que, al contener unos 613 mandamientos, era prácticamente imposible de cumplir. Por eso cuando alguien moría, su cuerpo era sepultado, donde se corrompía, mientras que su “sombra”, que hoy llamamos alma, era llevada al “seol”. Allí permanecían encerradas bajo el poder de Satán quien como fiscal debería acusarles. Pero,  sin embargo, abusando de su poder, los mantenía allí indefinidamente.

Por eso Jesús, al morir en la cruz,  se solidarizó no sólo con las personas vivientes, sino  también con las difuntas. Mientras que el cuerpo quedaba en el sepulcro, su Espíritu descendió al seol.  Allí predicó el evangelio de la salvación a quienes vivían en sombras de muerte. Muchos creyeron en Él. La evangelización a los muertos fue ya testimoniada por el apóstol Pedro, cabeza de la naciente Iglesia en Roma, en su primera carta: “Por eso hasta a los muertos se les ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en Espíritu según Dios” (1 Pedro 4, 6; Hechos 2,22).

Al tercer día de su muerte Jesucristo resucitó, retomando su cuerpo yacente en el sepulcro y transformándolo en cuerpo vivo y glorioso. No hubo testigos de esa escena, pero varias personas sintieron un gran movimiento telúrico, atribuido al Ángel del cielo, hizo rodar la enorme piedra circular que cerraba la gruta del sepulcro (Mateo 28, 2). Según una tradición piadosa y verosímil Jesús resucitado se apareció en primer lugar a la Virgen María para consolarla y darle la nueva misión de ser su Esposa y también Madre de la Iglesia. También los evangelios narran la aparición de Jesús a las mujeres que le seguían fielmente (Mateo 28,8-11) y a los apóstoles a quienes les invitó a que le tocasen y también que comiesen con Él un pescado, convenciéndoles de que era El ý no un fantasma (Lucas 24,36-43). Luego Jesús sopló sobre ellos  para transmitirles su propia Rúaj (Espíritu) (Juan 20,22-23), preparándoles para la solemne venida de la Divina Rúaj en la gran fiesta de Pentecostés (Hechos 2,1-13).

Así Jesús culminó su misión en la vida terrena. En el Credo católico se recuerda sucintamente esta verdad “descendió  a los infiernos”. Sin embargo, hoy en día, no es fácil entenderla y creer en ella, ya que en la mentalidad moderna el hombre no raras veces niega a Dios y a su acción sobrenatural. Por eso la resurrección de Jesús ha sido y será la prueba definitiva de nuestra fe en Él como Juez de vivos y muertos, que castigará a los transgresores de la Ley de Dios y premiará con la vida eterna en el cielo a quienes la cumplieron.