Internacional

Las riquezas impiden la plena vigencia de los valores evangélicos

(Corrientes / Argentina) El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, advirtió que “uno de los ídolos más reverenciados en la actualidad es la acumulación de bienes económicos” y aseguró que “las riquezas, aún las ‘bien habidas’, entorpecen la pureza y libertad de los corazones pobres”.

“Por lo mismo impiden la plena vivencia de los valores evangélicos y el auténtico seguimiento de Jesús”, agregó en su sugerencia para la homilía del próximo domingo.

El prelado sostuvo que “la virtud de la pobreza evangélica capacita para una honesta administración de bienes que deben ser distribuidos equitativamente. Mientras no se produzca una verdadera conversión, del innato egoísmo a la solidaridad, no será posible la equidad y la justicia”, y exclamó: “¡Qué lejos estamos de esa conversión!”

“El origen del egoísmo es el pecado. Cristo vino a vencer el pecado y sus consecuencias desde la cruz. El perdón del pecado supone el reconocimiento de su sustancial maldad; éste se da cuando aparece la bondad inefable de Dios en el Misterio de la Encarnación. Cristo es la bondad encarnada de Dios, alojada allí donde se produjo el pecado y el hombre se enfermó de egoísmo”, precisó.

Monseñor Castagna lamentó que los hombres en la actualidad “hayan inventado ‘culturas’, basadas en un desbordante egocentrismo, instalado como ley suprema para armar proyectos e inspirar comportamientos de vida”, y recordó que “guardar los bienes para su exclusivo provecho no pone a nadie fuera de la ley redactada por los hombres.

Texto de la sugerencia

La honesta administración de los bienes. Uno de los ídolos más reverenciados en la actualidad es la acumulación de bienes económicos. Las riquezas, aún las “bien habidas”, entorpecen la pureza y libertad de los corazones pobres. Por lo mismo impiden la plena vivencia de los valores evangélicos y el auténtico seguimiento de Jesús. La virtud de la pobreza evangélica capacita para una honesta administración de bienes que deben ser distribuidos equitativamente. Mientras no se produzca una verdadera conversión, del innato egoísmo a la solidaridad, no será posible la equidad y la justicia. ¡Qué lejos estamos de esa conversión! El origen del egoísmo es el pecado. Cristo vino a vencer el pecado y sus consecuencias desde la cruz. El perdón del pecado supone el reconocimiento de su sustancial maldad; éste se da cuando aparece la bondad inefable de Dios en el Misterio de la Encarnación. Cristo es la bondad encarnada de Dios, alojada allí donde se produjo el pecado y el hombre se enfermó de egoísmo.

La parábola del hombre insensato. Jesús relata un ejemplo claro de la falsa administración de las riquezas – “bien habidas” – en una magistral parábola. Las mal habidas, en ancas de la corrupción, se auto califican espontáneamente. El hombre de la parábola trabaja y gana. La riqueza que acumula es fruto de su esfuerzo, por ello “bien habida”. Donde se equivoca es en la administración de la misma. La guarda para sí y, por ser tan abundante, manda ampliar los graneros de su propiedad y asegurarse el bienestar por muchos años: “Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida” (Lucas 12, 19). No advierte que él y su fortuna deben estar en función del bien de todos. Es su vocación suprema e íntimamente orientada al amor de Dios y de sus semejantes; inseparables y destinados ambos a compartir sin egoísmos.

La “cultura” del egoísmo. Hemos inventado “culturas”, basadas en un desbordante egocentrismo, instalado como ley suprema para armar proyectos e inspirar comportamientos de vida. Guardar los bienes para su exclusivo provecho no pone a nadie fuera de la ley redactada por los hombres. Pero, ¿y la Ley de Dios? ¿Qué pasa con el mandamiento principal: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo”? La precisión introducida por Jesús a ese mandamiento es una novedad: “Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Juan 15, 12). El grado de amor, indicado por el mismo Señor, está consignado en los versículos inmediatos: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Juan 15, 13). San Juan capta con gran perspicacia que el amor a los otros constituye el necesario signo del amor a Dios. Ciertamente el amor de Dios logra su exacta expresión en la Pasión y Muerte de Jesús. Hasta ese extremo nos ama Dios. Si debemos amarnos como Él nos ama debemos dar la vida los unos por los otros, ¡cuánto más compartir los bienes en una administración de los mismos que mire al bien común! El 6% de los mil doscientos millones de católicos, que se dicen practicantes, ¿viven el precepto evangélico del amor con el rigor con que lo vive su Modelo y Señor? Así van las cosas. Una presencia cristiana en la sociedad, sin esta práctica de la caridad, pasa desapercibida, sin contornos morales definidos y, por lo mismo, sin un mensaje testimoniado capaz de fermentar evangélicamente al cuerpo social y a su organización.

La muerte es el fin de toda inconsistencia. Existe en la parábola una oportuna, aunque estremecedora, llamada de atención. Cuando una persona guarda para su exclusivo goce lo que posee, termina perdiéndolo. Es una consecuencia inevitable e impredecible. Cuando todo parece irnos bien no pensamos en la fatuidad de las conquistas temporales. Es dramática la situación que sobreviene a aquel hombre y que echa por tierra un futuro imaginado en base a la fortuna acumulada: “Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado? Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios” (Lucas 12, 20-21). Quién trabaja y administra lo que gana en bien de quienes no tienen la misma oportunidad, posee una riqueza que supera en calidad a las mayores fortunas. Sin embargo, demasiada gente cifra su felicidad en la adquisición del llamado “vil metal”. La muerte es el fin de todo y, si se ha administrado bien el “todo” que termina, comienza la verdadera y definitiva riqueza; la que constituye al hombre en “rico a los ojos de Dios”.+