Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz, pronunciada en ocasión de la Celebración de la Santa Cena en el Atrio de la Catedral de Santa Cruz.
Queridos Hermanos y Hermanas:
Esta noche es una noche única, es la noche de la intimidad con el Señor, con su gesto supremo de entrega y de amor para toda la humanidad, y estamos llamados a vivirlo en el silencio del corazón, en recogimiento contemplativo.
Celebramos la memoria de la última cena de Jesús con sus amigos y discípulos, su despedida y su testamento: la Cena en que instituye la Eucaristía. La memoria es hacernos presente en esa cena, entrar en su misterio, en sus palabras, sus gestos, su amor y en su acción salvadora.
Vivimos esta celebración en el año del Congreso Eucarístico Arquidiocesano, en camino al VI Congreso Eucarístico Nacional del 2015, cuyo lema es “Eucaristía, pan partido para la vida del Mundo”. “El partir el pan” es participar del don de la presencia perenne de Jesús entre nosotros, es entrar en comunión vital con él, “pan partido” para todo el mundo, en especial para los desheredados y pobres.
Estamos ante el “misterio de la fe”, don sorprendente y extraordinario que encierra en sí mismo tesoros insondables. El Papa Juan Pablo II, que en 10 días será proclamado Santo, nos decía: “La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”.
Este don no se puede comprender solo con nuestra razón, hace falta la luz de la fe. Es misterio, pero no en el sentido de un secreto cerrado e impenetrable, sino como signo maravilloso de amor, como el prodigio de un Dios que se da y entrega a nosotros plenamente: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado». Es justamente por su entrega en la cruz que Jesús instituyó el Sacrificio eucarístico, trayéndonos la salvación y quedándose así entre nosotros con su cuerpo y su sangre durante toda la historia de la humanidad.
También la Eucaristía es “misterio de comunión”, por que Cristo nos convoca alrededor de su mesa, nos reúne y nos anima a estar con él, y a vivir en comunión entre hermanos.
La Eucaristía es, a la vez e inseparablemente, el memorial en que se hace presente en todos los tiempos el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Cuando nos acercamos a comulgar, “no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Ustedes son mis amigos». En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permanezcan en mí, como yo en ustedes». Unirnos a Cristo exige unión también en la comunidad, como condición para participar de la Cena del Señor. El apóstol Pablo, califica como «indigno» si se comulga en un contexto de división.
En la Eucaristía “Pan de la unidad” todos podemos y debemos sentarnos a la misma mesa como hermanos. Cada vez que comulgamos al cuerpo y sangre de Cristo, tenemos que engendrar fraternidad y solidaridad, si esto no se realiza, significa que estamos fallando seriamente al sacramento de la Eucaristía. Nuestras Parroquias tienen que ser auténticas comunidades eucarísticas, donde se vive la comunión y la fraternidad, como testimonio para nuestra sociedad.
La Eucaristía es además “alimento en el camino”. “Tomen y coman, este es mi cuerpo entregado por ustedes, tomen y beban esta es el caliz de mi sangre”. En la comunión recibimos a Jesucristo mismo que, en un gesto extremo de amor entrega todo sus ser por nosotros. La Eucaristía es verdadero banquete, la Cena del Señor, en la cual Él se ofrece como alimento para sostenernos en el camino del seguimiento del Señor, y pasr5a que vivamos como cristianos auténticos.
El Papa Juan Pablo II nos decía que la Iglesia se alimenta y “vive de este «pan vivo»,.
Jesús, que se ha compadecido ante las multitudes hambrientas no sólo de pan sino de la verdad, ha querido quedarse en el alimento común y cotidiano del pan, símbolo del alimento básico accesible a todos. “El que me come vivirá por mi”. Jesús es la vida verdadera y “en abundancia”, y nosotros, al comulgar, asimilamos su vida, nos hacemos otros Cristos.
Alimentarnos de Cristo, es también solidarizarnos como Él con los demás, con millones de seres humanos que en el mundo sufren hambre, por el injusto reparto de los bienes de la creación que Dios ha puesto a nuestra disposición para que pudiéramos compartir equitativamente como hermanos. Al respecto el Papa Francisco nos dice: “Es un escándalo que todavía haya hambre y desnutrición en el mundo… El hambre y la desnutrición nunca pueden ser consideradas un hecho normal al que hay que acostumbrarse, como si formara parte del sistema. Algo tiene que cambiar en nosotros”. Este problema nos involucra a todos, nosotros también debemos contribuir a una sociedad más justa, cambiando realmente nuestro estilo de vida, incluido el alimentario, un estilo más sobrio y frugal.
El Papa Juan Pablo II con palabras proféticas nos instaba a comprometernos para que en el mundo haya: “Hambre de pan, nunca. Hambre de Dios, siempre”.
Jesús esa noche da también un encargo a sus apóstoles “cada vez que hagan esto, háganlo en memoria mía”, y deja en frágiles manos humanas el don de su cuerpo y su sangre. Con estas palabras Jesús instituye el sacerdocio católico, servicio para perpetuar entre la humanidad la entrega y el sacrificio de sí mismo para la salvación del mundo. Cada vez que un sacerdote celebra la Santa Misa, Cristo se hace realmente presente en la comunidad. Hay una unión intrínseca entre la Eucaristía y el sacerdote: no hay el uno sin el otro.
Todo ese misterio está marcado por el amor: “Les doy un mandamiento nuevo, ámense los unos a los otros como yo los he amado”. “Cómo yo los he amado” no es sólo al estilo y a la manera de Jesús, sino con el mismo amor de Jesús, con la misma calidad e intensidad, con la misma entrega. Jesús acompaña este mandato con los hechos: lava los pies a sus discípulos, poniendo en claro que el amor se comprueba y es verdadero cuando se vuelve servicio.
Este amor servicial es el que tiene que caracterizar las relaciones entre los miembros en toda la Iglesia, pero también puede valer para la sociedad. En la realidad pluricultural de Bolivia, conformada por tantas etnias, lenguas y culturas, el amor y servicio entre todos es el camino certero para construir una sociedad justa y pacífica, que acoge a las riquezas que Dios ha sembrado en cada persona y pueblo.
La Eucaristía va creando en el camino unas relaciones y exigencias más profunda que van cambiando nuestra vida de creyentes y de la comu se alimenta nidad eclesial, que nos impulsa a una renovación personal y comunitaria, que nos mueve a abrir las puertas de la Iglesia, a salir a las periferias físicas y vivenciales, a “ser una Iglesia en salida” que se hace cercana a los alejados y a los que necesitan el evangelio. “Es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos”, nos dice el Papa Francisco.
Queridos hermanos y hermanas, en esta noche les invito a hacer un momento de silencio más prolongado, un silencio de contemplación agradecida a Dios, que nos ha a su Hijo como pan de vida, el alimento que nos fortalece y sostiene en nuestra peregrinación hacia la morada definitiva, en la que gozaremos de la dicha de participar por toda la eternidad de la comunión de la Santísima Trinidad, de nuestro Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Amén