“Abandonen toda esperanza de unidad, tanto futura como pasada, ustedes, los que ingresan al mundo de la modernidad fluida” advertía Zygmunt Bauman (2001) al caracterizar el periodo de “la modernidad líquida” o como otros la conocen, la posmodernidad.
Un tiempo que se define desde que se postulara la relatividad en el mundo científico y el giro posmoderno en la teoría social; aquel que iniciaría a mitades del siglo XX y permanecería hasta la actualidad; aquél donde las respuestas a las inquietudes están fragmentadas y dispersas y, por ende, su búsqueda ha retomado el credo como centro de inspiración para la acción social.
El ejemplo más reciente es el ataque a la Universidad de Garissa, en Kenia. Ahí, el grupo islámico extremista “Al-Shabab” se atribuyó el aniquilamiento de más de 140 estudiantes. El móvil de tal fatalidad habría sido una respuesta a la “sistemática persecución de los musulmanes en Kenya”, como afirmaba el comunicado de la organización religiosa.
Este evento se acomoda en una larga lista de ataques similares, como el ocurrido en la sede parisina de “Charlie Hebdo”. No es intención de este escrito retomar el debate de cuál conmocionó más o cuál fue más “grave”, como leía en diálogos de las redes sociales. Más bien, quisiera tratar de explicar ¿cómo, en pleno siglo XXI, luego de siglos de un proceso de racionalización en la comprensión y acción del mundo social, persiste este tipo de prácticas?
Primero, es importante recordar que a finales del siglo XIX e inicios del XX, los teóricos sociales -entre ellos el especialista en sociología de la religión, Max Weber- pronosticaban una larga vida al proceso secular; es decir, al desencantamiento de la realidad. Creían que la racionalización, como característica de la modernidad, permitiría una construcción social basada en la reflexión.
Evidentemente, estas predicciones se hicieron desde el mundo occidental. Sin embargo, como explica S. Huntington (2001) en El choque de las civilizaciones, durante un largo periodo (principalmente la primera mitad del siglo XX), se vio a “ese mundo” como el ideal. No obstante, esa imagen se iría desmoronando, incitando el renacimiento y fortalecimiento de las culturas no occidentales.
“La modernidad planteada en el siglo XIX había fracasado, atribuyendo sus reveses y callejones sin salida al alejamiento respecto a Dios. El tema no era ya el aggiornamento, sino una ‘segunda evangelización de Europa’, el objetivo no era ya modernizar el islam, sino ‘islamizar la modernidad'” (Gilles Kepel).
En consecuencia, desde los años 60, y con más ahínco desde los 70, se habría producido el proceso opuesto al secular: la “deslaicización” del mundo. De esta manera, los sujetos sociales retomarían a la religión como una fuente de identidad, de agrupación y como un sistema de valores y preceptos morales.
Retomando el texto de Huntington, el fenómeno no sería exclusivo del islam o el cristianismo. El incremento de creyentes ortodoxos en la Rusia post-perestroika fue considerable. La ideología política era reemplazada por la creencia divina.
Al observar las calles de nuestra ciudad, cada vez más plagadas de centros evangelistas, se puede constatar todo lo mencionado. Creer es probablemente una respuesta a la desilusión de una modernidad secular.
Sin embargo, no sé si sea pertinente olvidar los aportes de tal periodo. Entre ellos está la distinción planteada por Weber entre la acción social basada en el “cálculo de las consecuencias” (razón instrumental) y aquella que se produce por una cuestión de “principios” (valor racional), donde se actúa porque así es como debe ser. Probablemente, tal razonamiento guíe a los religiosos extremistas antes de disparar o detonar, incluso contra ellos mismos.
¿Habremos llegado a eso, a tener que elegir entre pensar o creer? ¿Tendremos que abandonar la esperanza, como advertía Bauman? Esperemos que no.
Guadalupe Peres-Cajías es docente en la Universidad Católica Boliviana y especialista en investigación en comunicación.