La escena de la transfiguración de Jesús en lo alto de un monte anuncia la gloria final de la cuaresma. Sin embargo, el itinerario hasta la Pascua hay que recorrerlo a través de la Pasión. Éste es el mensaje dominical. En el centro de los evangelios sinópticos la transfiguración de Jesús anticipa simbólicamente la gloria real de la resurrección. El relato completo de Marcos (Mc 9,1-13) nos cuenta un momento crucial de encuentro revelador de Jesús con Pedro, Santiago y Juan, apunta hacia la muerte y resurrección de Cristo como momento de la venida con fuerza del Reino de Dios (Mc 9,1) y pone el énfasis en la llamada de atención de Jesús que suscita la apertura al misterio del sufrimiento y del desprecio del Hijo del Hombre (Mc 9,12) como clave de su transfiguración plena.
La transfiguración está en relación con la identidad mesiánica de Jesús, expresada por Pedro anteriormente (Mc 8,29) y está en relación también con la predicción de su destino recogida en los dos anuncios de su pasión que enmarcan la transfiguración. El resplandor brillante de la luz pertenece al lenguaje apocalíptico y significa la pertenencia al mundo divino (Dn 7,9; Ap 1,14; 2,17). El diálogo de Jesús con Moisés y Elías resalta la importancia del Señor. Moisés era el guía liberador del pueblo de la esclavitud de Egipto y mediador de la ley de Dios. Elías era el profeta que recondujo al pueblo desde el culto idolátrico a Baal al culto del Dios verdadero. Uno y otro han sufrido el rechazo y la persecución, lo mismo que a Jesús le va a suceder.
También a los discípulos los cubrió la nube (Éx 24,16). La voz celeste revela que Jesús es el Hijo amado de Dios y subraya la necesidad de escuchar a Jesús. Pero el mensaje central que los discípulos deben escuchar, acoger y entender a partir de ahora es el anuncio del destino de Jesús como Hijo del hombre, que tiene que sufrir mucho y ser despreciado (Mc 9,12). El mensaje es el instrumento de transfiguración de la vida de los discípulos y el sufrimiento por el Evangelio es una seña de identidad del discípulo. Lo que realmente transfigura al hombre revistiéndolo de gloria es escuchar la palabra de Jesús y concentrar la atención en él, en su pasión y en lo que ello implica en la vida del discípulo. El acento recae nuevamente en la perspectiva de la revelación misteriosa y gloriosa del Hijo de Dios en el misterio oculto del sacrificio del Hijo (Gn 22,1-38), del Hijo del Hombre, cuyo sufrimiento en la cruz sella el gran amor de Dios que nos entregó a su Hijo y está siempre con nosotros (Rom 8,31-34) y del cual nada ni nadie puede separarnos. Es el amor transfigurador de la vida humana.
Cuando uno hace un viaje de día en avión, al mirar un poco hacia arriba, aún a pleno sol se vislumbra la oscuridad del vacío. Se puede comprobar que sólo donde hay tierra, donde hay cuerpos, donde hay materia, puede dar la luz su resplandor. No basta el sol para que haya luz, es necesaria la tierra. También Dios es luz y requería un cuerpo para mostrar el esplendor de su gloria. El cuerpo de Jesús, y éste crucificado, hará brillar la gloria de Dios con todo su esplendor. La transfiguración lo preconiza. Es paradójico que lo más opaco de la materia, un cuerpo rematado por la muerte injusta, se transfigure en un cuerpo de gloria.
Lo que en Jesús es una realidad que revela su identidad divina y su destino mesiánico de gloria que pasa por la Pasión hasta la cruz, en los creyentes es una realidad dinámica de transformación continua del ser para vivir como hijos de Dios. Pablo exhorta a los cristianos a no amoldarse a los criterios de este mundo sino a transformar la vida con la renovación de nuestra mente, por la entrega de la vida, como único sacrificio agradable a Dios (Rm 12,2). Asimismo Pablo afirma que los creyentes nos vamos transfigurando en imagen de Dios por obra del Espíritu (2 Cor 3,18). En todos esos textos se utiliza el mismo verbo: “Transfigurar”. Sin embargo no hay transfiguración posible del discípulo si no hay una configuración personal con Cristo, si no nos dejamos envolver por su misma nube, especialmente a través del amor a los más desfigurados del mundo, a los despreciados y a los que sufren.
En el Salmo 50, que es la oración penitencial por excelencia de la cuaresma, invocamos al Espíritu, diciendo: renuévame por dentro con Espíritu firme, no me quites tu santo Espíritu, afiánzame con Espíritu generoso, para que en nosotros se realice la transfiguración de nuestra mente y de nuestro interior, mediante la configuración de la nueva personalidad con Cristo, especialmente a través del amor a los rostros más desfigurados y despreciados del mundo. Escuchando y atendiendo a Cristo y a los seres humanos que más sufren podremos experimentar la transfiguración de nuestra vida.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura