Estamos escuchando en estos domingos el Sermón de la Montaña, la primera gran predicación de Jesús, con sus enseñanzas importantes para todos aquellos que quieran seguirlo. Jesús se presenta con una autoridad inaudita, más que como un nuevo Moisés, dando las claves para poder entrar en el Reino de Dios anunciado. La justicia de Dios que él anuncia trasciende toda la ley del Antiguo Testamento, pero sin omitir nada de su contenido esencial, sino llevándolo hasta sus últimas consecuencias y estableciendo así nuevas bases para las relaciones humanas y religiosas propias de una nueva Alianza. Con Jesús sigue vigente la exigencia de la ley, entendida como los mínimos de una ética religiosa fundamental, pero se establece un nuevo horizonte, el de una justicia de máximos, propia de los valores del Reino, como aspiración suprema del discipulado de Jesús.
Es preciso entender que los cristianos surgen como un grupo religioso tras la muerte y Resurrección de Cristo, pero todavía vinculado a la religión judía. Y uno de los problemas que tienen que abordar es: ¿Cómo había que interpretar la ley de Moisés? ¿Caducaban con Jesús aquellos preceptos antiguos de la ley? ¿Qué valor tiene la Ley del Antiguo Testamento y el mensaje de los profetas, después de Cristo? San Mateo responde a esta cuestión desde su Evangelio, puesto que en su comunidad había muchos judeocristianos. Su respuesta es: Jesús no ha venido a abolir los mandatos del AT sino a dar plenitud. Jesús ha venido a consumar, a llevar a plenitud la Ley y los Profetas. Estamos oyendo la nueva sabiduría de Jesús. Jesús va a comentar temas concretos del AT: el homicidio, el adulterio, el divorcio y el juramento. Después seguirán la venganza y el amor a los enemigos. Pero todo en el marco concreto de la justicia: Mt 5,20; 6,1.33. Recordemos que la justicia es un tema específico de San Mateo (pues aparece siete veces en Mt: 3,15; 5,6.10; 5,20; 6,1.33; 21,32):
Cinco veces aparece la justicia en el Sermón de la Montaña: El Reino de Dios y su justicia (6,33) es la perspectiva del Sermón de la montaña, con la propuesta de una alternativa de vida social y religiosa cuyo fundamento es la paternidad de Dios. La gran novedad de Jesús es el Padre Dios. La crítica de Jesús a los escribas y a los fariseos no es su interpretación particular de la ley del AT sino su disociación entre enseñar y actuar (23, 1-3). Ante Dios Padre no se puede ocultar nada y la religiosidad aparente de los fariseos queda al descubierto. Nos lo repite el libro del Eclesiástico: “Los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del hombre” (Eclo 15,20). Y también la primera carta a los Corintios: “El Espíritu todo lo penetra” (1 Cor 2,10). La justicia va unida directamente al tema del Reino en tres ocasiones: Mt 5,10; 5,20; 6,33. (También implícitamente en Mt 21,32: Los publicanos y las prostitutas os preceden para entrar en el Reino de Dios. Ellos creyeron el camino de la justicia predicado por Juan, vosotros no). La justicia en Mateo significa, en primer lugar, el proyecto de Dios en Cristo (Mt 3,18), en segundo lugar, un nuevo orden humano y social según el plan de Dios: (Mt 5,6; 6,33; 21,32), y finalmente, con sentido ético, la rectitud y fidelidad a la voluntad de Dios.
Con una autoridad nueva Jesús radicaliza la ley convirtiéndola no en mandatos positivos sino en cláusulas de libertad. Jesús no se queda en la formulación de los mandatos sino en el espíritu que los fundamenta. Jesús aborda algunas cuestiones particulares a modo de ejemplo: Cumplir es practicar hasta las últimas consecuencias: Es consumar. Es llevar a cabo totalmente. Y Jesús insiste en vivir aquello que se predica. Los discípulos de Jesús quedan emplazados a vivir una justicia superior a la de los fariseos. Jesús es el cumplimiento de la Ley (Mt 5,17-20). Las palabras de Jesús constituyen un paralelo de la ley (cf. Mt 23,23). Los temas particulares que toca el Evangelio para su radicalización desde el criterio último del amor son el homicidio, el adulterio, el divorcio y el juramento. No son antítesis sino propuestas radicales. No basta cumplir con la legalidad para ser justos desde el reino de Dios. El reino de Dios comporta un nuevo orden moral derivado de la nueva y más profunda realidad del ser humano, el cual ha sido constituido desde la paternidad misericordiosa de Dios en hermano de todos los hombres.
Y San Mateo lo pone con varios ejemplos: En el mandato de “No matarás” de Ex 20,13 y Dt 5,17 Jesús profundiza en el espíritu del mandato, radicalizándolo y elevándolo a una exigencia mucho mayor: el objetivo último de la relación entre las personas es la fraternidad y la reconciliación. Por tanto en el espíritu del mandato hemos de incluir no sólo la prohibición de dar muerte física como es evidente, sino también la de descalificar, insultar, despreciar o anular al otro de cualquier modo. El culmen de la fraternidad proclamada desde el evangelio es la experiencia del perdón. No ser puede estar en comunión con Dios estando en ruptura con los hermanos. No se puede ofrecer a Dios una ofrenda agradable a sus ojos permaneciendo en el desprecio o en la desconsideración de los demás. Los grados en ese menosprecio son múltiples y muy variados. Pues en todos ellos estamos aniquilando al otro.
En la relación de la pareja humana se tocan dos problemas: el adulterio (Ex 20,14 y Dt 5,18) y el divorcio (Dt 24,1ss). Pero Jesús radicaliza la cuestión. El adulterio empieza en el corazón del hombre. La vida cristiana exige una radicalidad que es la base de la indisolubilidad del matrimonio. Pues si en algunas circunstancias extremas Moisés permitió el repudio fue por la obstinación y dureza de corazón de la gente, pero a la luz de Mt 19, 1-9 eso no fue así desde el plan del Creador y a partir de Jesús hay una exigencia mayor: lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
Respecto al juramento, los mandatos prohibitivos de Lv 19,12; Nm 30,3; Dt 23,22, responden a la costumbre de acreditar y avalar la verdad de una afirmación acompañándola de una verdad superior indiscutible. La exigencia evangélica, sin embargo, defiende la fuerza moral de la palabra humana, que ha de sostener un mundo de relaciones humanas alejado de toda hipocresía, y basado en la confianza, en la sinceridad y en la autenticidad propia de los limpios de corazón, sin dobleces, ni segundas intenciones, sin sospechas, sin traiciones ni componendas sino con la firmeza de la palabra dada, comprometida y coherente.
Creo que la coherencia y la fidelidad a la palabra dada debe ser también un signo de credibilidad de nuestra Iglesia. Tras la escucha de la sabiduría de Jesús nuestra Iglesia ha de encontrar en el anuncio del Reino de Dios y su justicia el sentido de toda su tarea evangelizadora para que nuestros pueblos y culturas perciban las claves profundas de su transformación progresiva.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura