En Europa tenemos la impresión de que esta última semana es aún peor que la anterior. Se utilizan imágenes apocalípticas para hablar de la situación crítica: Abismo, precipicio, ruina, quiebra, colapso, recesión, pánico, miedo. Todo provocado por la falta de confianza de los mercados. Creo que los mercados son las 358 familias del mundo que acaparan más del 45% de la riqueza de la tierra. No nos engañemos. Ellos son los que compran deuda para endeudar más a los ya endeudados, es decir, para asfixiar más a los pobres, a los desempleados forzosos y a los trabajadores precarios de todo el mundo, incluyendo también a la gran clase media que hasta ahora funcionaba con tarjeta de crédito, pero ese crédito se acaba. Lo que no se acaba es la acumulación de riqueza desorbitada de los acreedores que sólo aspiran a lo de siempre. Y cuanta más deuda compran, más altos son los créditos… ¿Habrá algún criterio para frenar estos mecanismos diabólicos y letales del sistema? Yo no lo sé muy bien, pero al leer el Evangelio parece que existe un criterio para enjuiciar toda crisis y ese criterio es la prioridad de los últimos.
La parábola de la comparecencia de todas las naciones ante el Hijo del Hombre (Mt 25,31-46), lectura de la fiesta de Cristo Rey, constituye la quintaesencia del mensaje del Evangelio y, con elementos del género literario apocalíptico, presenta la venida gloriosa del Hijo del hombre, Jesús, como pastor y rey acompañado de todos los ángeles. Esto no es un video anticipado del juicio final, sino la última y suprema enseñanza de Jesús, el Señor de la historia, el cual pone como núcleo de su mensaje la relación de fraternidad con los más pobres del mundo, los necesitados y los marginados. Ante él comparecerá la asamblea de todos los pueblos de la tierra e irá separando a cada persona colocándola en el lugar que le corresponda. Unos heredarán el Reino y otros serán apartados de él. Pero no será la arbitrariedad del pastor la que dicte sentencia. El criterio de selección de los justos y de los merecedores del castigo está ya establecido. El rey, juez y pastor, sólo tendrá que aplicar el único criterio de verdad y de justicia que aparece en el diálogo del juicio universal: “Cuanto hicisteis a uno de éstos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” y “cuanto no hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40.45). Entonces se desvelará quién es cada cual según ese criterio. No cabe duda de que los hermanos más pequeños de Jesús son los últimos de la sociedad, los marginados y excluidos de la misma. La justicia a la que apela el primer evangelio tiene su fundamento en la identificación plena de Jesús con todo ser humano sumido en el sufrimiento por carecer de los bienes y derechos humanos más básicos y en la consideración como hermanos suyos de todos ellos sólo por el mero hecho de ser víctimas.
La perspectiva del final de la historia no desplaza la fraternidad a una realidad sólo para el tiempo futuro sino que marca el comienzo de la realidad definitiva desde el hoy de nuestra historia humana. Jesús es, ya ahora, el pastor y el hermano de todos los necesitados. Los últimos, los más pequeños, podrán descubrir a Jesús como hermano a través de los discípulos que los atienden como tales. En virtud de su condición de marginados, paradójicamente, los que son considerados los últimos y desechados por esta sociedad, son valorados como hermanos por el Señor y rey de la historia. La relación de fraternidad no se crea meramente por una acción esporádica de atención a los que sufren, ni por el hecho de sentir lástima por ellos, sino que nace de la identificación con los marginados y del compartir con ellos su misma experiencia y su mismo destino. El destino del Hijo del Hombre es el mismo que el de todos los crucificados y de todas las víctimas de la injusticia humana. Es este profundo vínculo fraterno con los sufrientes del mundo, y no cualquier otra manifestación poderosa o espectacular, el que hace posible todavía hoy la presencia del Señor resucitado en la historia humana.
El horizonte universal de la fraternidad proclamada por el evangelio constituye el auténtico sentido misionero de la iglesia, la cual partiendo de la fraternidad iniciada por Jesús y proyectada a través del verdadero discipulado de los hermanos y hermanas alcanza a los necesitados y desheredados de toda la tierra. Esta fraternidad universal trasciende toda raza, cultura, lengua o estrato social, tiene su centro de atención en los excluidos del mundo y constituye el gran proyecto en el que ha de trabajar permanentemente una iglesia que quiera renovarse según el mandato de su Señor.
Por eso la atención a los pobres, los hambrientos y sedientos, los inmigrantes y desamparados, los enfermos y los cautivos es el criterio decisivo del juicio en la comparecencia universal ante el Hijo del hombre y ha de ser el criterio esencial en la orientación de la conducta humana. Ésta es la conducta requerida en las conocidas como obras de misericordia. Sin embargo creo que, desde la perspectiva del juicio universal, la parábola apela más bien a una exigencia ética que se ha de situar en el plano de la justicia social correspondiente a los derechos de los excluidos y de las víctimas.
Especial relevancia adquiere en el momento presente y a escala planetaria la referencia a los hambrientos y a los forasteros. La cifra de los desnutridos por carecer de medios de subsistencia para la supervivencia es de casi mil millones de personas en el mundo, con el agravante de que cada año hay más que el año anterior. Ésta sí que es la más auténtica crisis del mundo en que vivimos. Por lo que respecta a los forasteros e inmigrantes la movilidad de los seres humanos por todos los países refleja uno de los fenómenos sociales más relevantes. Los movimientos migratorios son otra manifestación evidente de la desigualdad y de la injusticia de nuestro mundo.
El término griego xenos, origen etimológico de palabra xenofobia, designa al forastero y aparece en este discurso de Jesús (Mt 25,35.38.43.44), se debe aplicar en este contexto especialmente al inmigrante pues tanto éste como el exiliado, dentro del colectivo de los extranjeros, son víctimas sociales necesitadas de atención y de acogida por verse forzosamente privados de la tierra que les vio nacer.
Los criterios de justicia que se tendrán en cuenta en ese juicio revelan, en primer lugar, la identificación plena de Jesús, el Señor glorificado, con todos los que viven situaciones de miseria por verse privados de los bienes y derechos humanos más fundamentales; en segundo lugar, muestran que Jesús considera hermanos suyos a todas las personas con las que se identifica por haber sido víctimas de condiciones vitales de extrema dificultad en el ámbito de la salud y en el ámbito social (hambrientos, sedientos, desnudos, forasteros, enfermos y encarcelados) y las trata como hermanos por el mero hecho de ser víctimas, independientemente de su comportamiento personal; este vínculo entre los necesitados y Jesucristo es íntimo y misterioso; finalmente indican que los comportamientos de atención y de amor a las víctimas son una exigencia universal que no tiene atenuantes ni eximentes en caso de incumplimiento, ciertamente porque se trata de conductas que pertenecen al núcleo mismo de la ley inscrita en el corazón de todo ser humano (cf. Heb 8,8-12; Jr 31,31-34).
Al igual que las bienaventuranzas tampoco Mt 25,31-46 es un texto legal, pero constituye la página más portentosa de la Biblia en la interpretación de la justicia. Es el único texto del Nuevo Testamento que aduce una maldición dirigida al ser humano por no prestar atención a los más necesitados: «Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Pues tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, era forastero y no me acogisteis, estaba desnudo y no me vestisteis, estaba enfermo y en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,41-43). Podemos recordar la maldición del dodecálogo siquemita dirigida a quienes violan los derechos del inmigrante, del huérfano y de la viuda (Dt 27,19). La maldición es una palabra que ejecuta una sentencia de castigo basada en la justicia. La radicalidad del primer evangelio en este tema es evidente. Así pues, la atención al inmigrante y a los hambrientos, como a todos los pobres, oprimidos, enfermos y necesitados es, a partir del final del discurso escatológico del primer evangelio, una cuestión fundamental de justicia.
¿Qué sentencia se deriva de este evangelio para la situación crítica del mundo a día de hoy?
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura