Uno de los discursos fundamentales de Jesús sobre el Reino de Dios en los tres evangelios sinópticos es el de las parábolas, que en la versión de San Mateo estamos escuchando en la Iglesia durante estos domingos (Mt 13). Este discurso de parábolas presenta en el evangelio de Mateo algunas variantes respecto a los otros evangelios. Así por ejemplo, el primer evangelista añade a las parábolas del sembrador y la del grano de mostaza, presentes también en Marcos y Lucas, la de la levadura que fermenta en la masa, tomada de la fuente Q (presente en Lucas), la del tesoro escondido en el campo, la del mercader de perlas preciosas y la de la red de peces buenos y malos.
Según las parábolas el dinamismo imparable del Reino de Dios en esta tierra es un misterio paradójico. Cuando Jesús habla del Reino no dice nunca en qué consiste sino a qué se parece. Se trata de algo muy pequeño, sencillo, apenas perceptible…, pero es una realidad preñada de vida, con potencia para crecer, cuyos frutos se perciben en el momento oportuno, pero no de manera inmediata. El Reino de Dios es un misterio de vida y de crecimiento, como una semilla que crece, sin que nadie sepa exactamente cómo, hasta hacerse como una espiga o como un árbol frondoso en cuyas ramas anidan los pájaros. El contraste entre el comienzo débil y el magnífico resultado final es lo que subrayan la parábola sinóptica del grano de mostaza y la marcana de la espiga. La acción del Espíritu en el ser humano es también así. Es real, pero imperceptible, potente, pero sin triunfalismos, con futuro, pero no siempre inmediato. Nuestra vida es frágil, corta, diminuta, pero está llena de una vida densa con proyección de futuro y con destino fructífero. La vida del Espíritu a través de la Palabra en nosotros es la semilla del Reino. La vida histórica de una persona forma parte de ese comienzo del Reino en nosotros, pero no es todavía su final, pues éste trasciende la vida terrena y llega hasta la vida eterna. La parábola suscita así la confianza plena en Dios, la esperanza en la transformación del corazón humano y en el cambio del mundo y la apertura del Reino a todas las gentes, representadas en los pájaros que vienen a anidar.
Con todo, la principal aportación mateana al discurso consiste en la transformación de la parábola de la semilla que crece por sí sola, propia de San Marcos, en la del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), incorporando además las claves de su interpretación (Mt 13,36-43) . Con gran realismo en el primer evangelio se constata la presencia maligna de la cizaña entre las espigas de trigo para mostrar la huella perniciosa del mal en la historia humana. Dos elementos singulares destacan en la parábola. Uno es que un enemigo, el maligno, sembró la cizaña mientras las gentes dormían. Otro es que las cizañas serán arrancadas a su debido tiempo, pero no ahora, y serán arrojadas al fuego. Las cizañas son todos los corruptores de la historia humana y los que practican la injusticia. La perspectiva del final de la vida, cuando llegue el tiempo de la cosecha, lejos de permitir la legitimación de cualquier tipo de mal provocado por los seres humanos, lejos de suscitar la tolerancia de la injusticia y de la corrupción, abre el horizonte humano a la trascendencia y a la figura del Hijo del hombre como referente definitivo de un juicio ineludible, en el que la palabra de Dios se cumplirá.
Entretanto, mientras se espera la cosecha, en el trabajo específico de la Misión Permanente, tal como dicen los obispos de Bolivia en la carta pastoral, Los católicos en la Bolivia de hoy, n. 20: “es misión de los creyentes descubrir y afrontar la existencia del mal, detectar el crecimiento de la cizaña y advertir y denunciar los daños que pueda ocasionar. Pero con la conciencia de no ser más que criaturas y confiando en que la última palabra es de Dios y no del ser humano. La cizaña que impide y ahoga el crecimiento del Reino de Dios se presenta en todo tipo de corruptelas políticas, sociales y eclesiales, tanto en el cinismo de los oportunistas como en las mil caras de los insidiosos, en la doble vida de los inmorales y en las mentiras de los embaucadores”. La palabra del Evangelio es el fundamento de nuestra esperanza y nos permite tomar conciencia de que la última palabra en la historia es de Dios y no del ser humano. Esa palabra afirma que “recogerán de su Reino a todos los corruptores y a los que cometen la iniquidad y los echarán a la hoguera de fuego (…) y entonces los justos brillarán como el sol”. Aun éstas sean expresiones de un género literario apocalíptico (cf. Sal141,9 y Dn 3,6), que como tal hay que comprender, no dejan ser el pronunciamiento de una sentencia radical y última de la justicia de Dios, manifestada por el Hijo del Hombre, acerca de la verdad y del discernimiento permanente entre el bien y el mal que, según los parámetros del Reino, tiene que caracterizar la vida del discipulado.
Abramos nuestro espíritu, por tanto, al Espíritu de Dios que viene en ayuda de nuestra debilidad (Rom 8,26-27) para que el dinamismo del Reinado de Dios y la fuerza de su amor se adueñe de nuestros corazones y posibilite el cambio de nuestras vidas y el crecimiento efectivo de su Reino y su justicia. Así se desarrollarán en nosotros los grandes valores del cristianismo, como son el perdón, la transparencia interior, la responsabilidad, la justicia divina y la entrega solidaria y comprometida a la causa de los últimos. De este modo la Iglesia puede ser verdadera “presencia de esperanza y compromiso” y fermento en medio de la masa de la sociedad, espacio abierto para la misión evangelizadora, mediante la cual la Palabra de Dios ha de iluminar y transformar los criterios y los valores culturales, los hábitos y costumbres sociales así como las leyes y normas políticas y económicas.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura