En este sexto domingo de Pascua la Iglesia sigue presentando a Jesús resucitado como fundamento de toda esperanza. Lo hace principalmente con textos tomados del discurso de Jesús en la última cena según el evangelio de Juan (Jn 14,15-21) y de la extraordinaria interpretación de la pasión de Cristo contenida en la carta primera de Pedro (1 Pe 3,15-18). En ellos es el Espíritu de la verdad quien lleva a cabo la gran obra de dar vida, y la da a Jesús, culminando la manifestación de su amor en la entrega de la cruz, y a los creyentes, para que den razón de su esperanza en el proceso de expansión misionera de la iglesia, de lo cual es testimonio la acogida de la palabra de Dios y del mismo Espíritu en las tierras de Samaria (Hech 8,5-8.14-17) y hasta los confines del orbe.
En la víspera de su pasión Jesús comunica su amor con gran ternura hacia sus discípulos y les promete su Espíritu para afrontar todo compromiso y sacrificio vital por amor y fidelidad a su palabra. Ese Espíritu, enviado por el Padre a petición de Jesús, es el que se hace presente en la vida y la misión de la Iglesia desde el principio hasta hoy. Es el Espíritu, Señor y dador de vida, que permite decir a Jesús: “yo vivo y vosotros viviréis”. De la vida de la que Jesús habla es la vida en el amor de Dios pues continúa: “yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”.
La carta primera de Pedro nos revela su gran secreto en el fragmento que hoy leemos, pues nos da la clave para vivir las situaciones más hostiles al presentarnos la Pasión de Cristo como fundamento de nuestra esperanza. El autor invita a la glorificación de Cristo como Señor, una acción que nace de la interioridad personal, de la inteligencia, de la voluntad y de los sentimientos. Un modo concreto de llevar a cabo la santificación de Cristo por parte de los cristianos es estar dispuestos siempre para dar explicación a todo el que pida una razón de la esperanza. En la historia presente, la esperanza en Dios activa las resistencias personales frente a los acosos del entorno hostil e infunde alegría para perseverar con tesón en la lucha por la paz y la justicia haciendo siempre y solamente el bien
Este texto contiene además un aspecto esencial para la historia de la teología pues en él encuentra su argumento bíblico la fe que quiere entender. Se trata del texto originario donde tiene su razón de ser la teología en cuanto intento de buscar, analizar, reflexionar y comunicar, desde la razón y con los medios científicos adecuados, el fundamento de la esperanza. Esta tarea de la teología implica para los teólogos no sólo la búsqueda de las razones de la esperanza sino el estar dispuestos a dar una palabra razonable sobre la fe y la esperanza cristianas inmersos en circunstancias sociales no siempre favorables a la fe ni en sintonía con los valores éticos que de ella se derivan.
En la carta tiene una relevancia especial el modo de actuar de los cristianos. No importa sólo lo que se ha de hacer sino cómo se ha de hacer. Por eso el autor muestra una batería de actitudes que acompañan a cada exhortación particular. En este caso apela a la delicadeza y al respeto, así como a la buena conciencia en la relación con los que hacen daño calumniando a los cristianos (1 Pe 3,16). Como creyentes, la forma de dar testimonio de la verdad, de dar explicación de la esperanza y de proclamar el señorío de Cristo no puede hacerse desde la prepotencia, desde la arrogancia ni como quien se cree poseedor absoluto de la verdad. Lo que cuenta es la fuerza interior capaz de infundir convicción y la autoridad moral de la buena conciencia capaz de desenmascarar la mentira y la maledicencia. La conciencia se refiere a la conciencia moral en cuanto ésta es orientadora de la buena conducta. Ambas están estrechamente vinculadas en este versículo. Saber resistir haciendo el bien en medio de las difamaciones, con respeto a los otros, con firmeza interior, pero con delicadeza en el trato a los demás es la vía privilegiada en la carta para dar testimonio de la fe.
En el texto se percibe la dimensión salvífica y el carácter ejemplar de la pasión de Jesucristo. «Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios». El sufri¬miento de Cristo fue, por excelen¬cia, un sufrir haciendo el bien, más aún, era el sufri¬miento del justo que propiciaba el bien supremo de la salvación para los injustos. Cristo en su pasión es el salvador y el modelo para los cris¬tianos, el que nos lleva a la comunión con Dios y el que nos enseña el nivel de amor al que los cristianos estamos llamados por voluntad de Dios: hasta la pasión haciendo el bien. Y resalta el carácter personal del acceso a Dios en Cristo que posibilita una nueva comunión con Dios, que es mucho más que la reconciliación con él. La comunión personal con Cristo lleva a los hombres a la comunión con Dios.
El tema de la pasión de Cristo alcanza una formulación única en la parte final de 1 Pe 3,18d, cuyo texto griego conciso constituye un paralelismo antitético perfecto en todos sus elementos, desde el punto de vista sintáctico, literario y semántico. La interpretación exegética latente en la edición nueva de la Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española, tal como explican sus notas, permite interpretar que Cristo como víctima humana sufría la muerte, pero por la acción del Espíritu recibía la vida. Cristo experimentaba el proceso de muerte violenta al que los hombres lo sometían, y en dicho proceso experimentaba también la fuerza vivificante del Espíritu, que reposaba sobre él conduciéndolo a la vida y a la gloria. El espíritu eterno que impulsó a Jesús a realizar la acción sacerdotal suprema de entregarse a sí mismo a Dios es el espíritu de la nueva alianza y de la nueva creación. Es el espíritu de Dios que irrumpe definitivamente en la historia humana transformando la misma persona de Cristo en el momento de su pasión y muerte, haciéndolo capaz de entrar en la comunión plena con Dios, consiguiendo así la redención definitiva y eterna como supremo bien para la humanidad.
Así pues el paralelismo antitético es perfecto en todos sus elementos, desde el punto de vista sintáctico, literario y semántico. La victoria del espíritu de Dios en Cristo marca el triunfo de la vida nueva y del bien sobre la muerte y el mal en el hombre. Pero no sólo se trata de la coincidencia de dos procesos antitéticos pasivos, el de sufrir la muerte y el de recibir la vida, sino que en ambos procesos Cristo tuvo una parte activa de modo que, más que coincidencia de procesos, lo que se lleva a cabo es una transformación del proceso de muerte violenta experimentado por Jesús como víctima humana en un proceso de vida nueva. El factor esencial es la persona de Cristo que afronta activamente, de una manera determinada y concreta, el proceso de muerte violenta e injusta al que se ve sometido y lo transforma en proceso vivificante del espíritu. Lo que Cristo hizo fue sufrir, pero no un sufrimiento sin más especificación, sino un sufrimiento por los otros, el sufrimiento del justo, que se convierte en modelo para aquellos que sufren haciendo el bien. La doble cualificación del sufrimiento de Cristo, sobre quien actúa el espíritu de Dios, hace tan singular su dolor que éste, en virtud del amor, adquiere una nueva dimensión por la cual se puede denominar pasión. También nosotros, unidos a Cristo, podemos experimentar la fuerza transformadora del Espíritu que nos da una nueva vida y nos capacita para enfrentarnos a todo sufrimiento de la vida, haciendo el bien y venciendo todo mal.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura