En su homilía dominical Mons. Gualberti rememoró dos recientes acontecimientos de gracia de la Iglesia como fueron la celebración del misterio de la Santísima Trinidad y la celebración de Corpus Christi. Ambas celebraciones testimonian el misterio del amor de Cristo que no hace excepción de personas.
Por otro lado Mons. Gualberti empleó el relato bíblico en el que Jesús escucha y atiende el clamor de un centurión romano que con humildad pide ayuda a Jesús. De esta manera el Arzobispo expresó que la buena noticia de la salvación es para todas las personas, pueblos y culturas del mundo sin distinción alguna. El Señor es “el camino, la verdad y la vida”.
Finalmente Mons. Gualberti exhortó al pueblo de Dios sobre cómo debe ser la actitud del verdadero creyente: nadie puede reclamar una dignidad particular delante de Dios, ni esgrimir argumento alguno para lograr un trato especial, ni siquiera para que le conceda el don de la fe.
HOMILIA DE MONS. SERGIO GUALBERTI
PRONUCIADA EN LA CATEDRAL DE SANTA CRUZ
MAYO 29 DE 2016
En esta semana hemos vivido unos acontecimientos de gracia en los que hemos experimentado la presencia del Señor en el peregrinar de nuestra Iglesia. El Domingo anterior hemos celebrado el misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de un solo Dios en comunión y comunicación plena de las tres personas divinas, en nombre de las que hemos sido creados y bautizados, para ser partícipes de su amor y su vida.
El día jueves, solemnidad de Corpus Christi, con en el lema: “Unidos por el pan de la Misericordia”, hemos celebrado en todas las parroquias y en el estadio, con mucha alegría y participación multitudinaria, el misterio del amor de Cristo que en la Eucaristía ha querido quedarse en medio de nosotros con su Cuerpo y su sangre, bajo las humildes especias del pan y vino
En este escenario de gracia, nos acercamos al Evangelio de Lucas propio del IX Domingo del tiempo durante el año, donde Jesús nos presenta un ejemplo luminoso de un hombre de fe, pero no un judío piadoso y creyente, sino un pagano, un centurión del ejercito romano que dominaba al pueblo judío en ese entonces. Este centurión oye hablar de los prodigios de Jesús y ve en él la última esperanza de poder sanar a su sirviente más apreciado que está a punto de morir. Sin embargo, él no se atreve a ir personalmente donde Jesús, lo hace a través de los ancianos del pueblo judío con quienes tenía una buena relación. Jesús acepta la invitación y enseguida se pone en camino. Él no hace acepción de personas, no se fija si es un coterráneo o un extranjero, si es un creyente en Dios o un pagano que no pertenece al pueblo elegido.
* La salvación ofrecida a todos. Al aceptar el pedido del centurión, Jesús pone en claro que el Evangelio, la buena noticia de la salvación, es para todas las personas, pueblos y culturas del mundo sin distinción alguna, nadie está excluido de la corriente de gracia y de la misericordia de Dios.
Utilizando un lenguaje muy común hoy en nuestra sociedad, podríamos decir que todos los seres humanos, gracias a su dignidad de hijos de Dios, tienen “el derecho” de recibir el Evangelio de la salvación. En este hecho se hace realidad la oración de Salomón de la 1era lectura: “Escucha Dios desde el cielo… y concede al extranjero todo lo que pida”.
En verdad, el centurión en todo sus actuar demuestra ser un hombre profundamente religioso, en búsqueda de la verdad y el bien que reconoce en Jesús la actuación de Dios. Por eso Jesús lo pone entre los destinatarios del Evangelio, porque el centurión ha creído en su persona y se siente atraído más que nunca por el Señor que es “el camino, la verdad y la vida”.
En el mundo muchas personas que no conocen al Dios verdadero, creen en lo sobrenatural y en los valores del espíritu, y están en búsqueda de la verdadera fe, abiertos a acoger el Evangelio. En cambio, muchos cristianos no valoran el don del Evangelio y de la fe recibida en el bautismo, su fe no influye en la vida y se han quedado estancados en la indiferencia, en la práctica religiosa saltuaria o en la rutina monótona o incluso se han alejado. Al respecto san Pablo dice: “Me sorprende que ustedes abandonen tan pronto al que los llamó por la gracia de Cristo”.
Otros bautizados, por el contrario, se jactan ante los demás porque se consideran buenos practicantes, los únicos merecedores de la atención y recompensa de Dios. San Pablo cuestiona a estos cristianos poniéndose como ejemplo:” Acaso yo busco la aprobación de los hombres o de Dios? ¿Piensan que quiero congraciarme con los hombre? Si quisiera quedarme bien con los hombres, no sería servidor de Cristo”.
En ambos casos estamos lejos de lo que pide Jesús a sus discípulos, que con humildad sepan reconocer que la fe en Él y en Evangelio es un don de Dios, del que no pueden jactarse pero tampoco desperdiciarlo. Por eso, agradecidos por la bondad de esta gracia, tenemos que ser fieles y firmes en dar la cara por el Evangelio frente a la aprobación de la sociedad y del poder.
* La fuerza de la Palabra: “Basta que digas una palabra”. La palabra de Jesús actúa y es eficaz, tiene el poder de realizar lo que expresa. Es una palabra que crea, que sana, que perdona y que nos libera en el espíritu y en el cuerpo y que nos da la vida para siempre. Así lo entendió el apóstol Pedro, a la pregunta de Jesús, después de la multiplicación de los panes, si también los doce querían dejarlo como tantos otros discípulos responde:” Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”.
* “Y mi sirviente se sanará”. El centurión, además de estar sediento de lo que da sentido auténtico a su vida, presta una atención solícita por la enfermedad de su servidor, un hombre sin ningún derecho que ocupa el eslabón más ínfimo de la sociedad de entonces. El centurión, al recurrir a todos los medios a su disposición, incluso acudiendo a Jesús, con tal de que su siervo sea sanado, demuestra gran sensibilidad humana, espíritu de caridad y solidaridad y un corazón de misericordia.
El centurión además muestra respeto y amor hacia la nación judía, no se aprovecha de su condición de militar invasor, sino que colabora con la comunidad en la construcción de la sinagoga, la casa de oración. Todos estos signos nos hacen deducir que el Espíritu de Dios, que “sopla por donde quiere” ya está en su corazón y actúa en su vida, al punto que hace exclamar a Jesús: “Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe”. Es una admirable alabanza pero sobre todo un hecho trascendental que Jesús ponga a un pagano como modelo de la fe que salva.
Sus palabras deben haber resonado como una dura bofetada para los judíos que se creían los únicos adoradores del Dios verdadero.
Ciertamente la fe del centurión, es resultado de su apertura y búsqueda sin prejuicios, pero sobre todo es obra del Espíritu del Señor que lo precede, mueve su inteligencia y hace arder su corazón, haciendo nacer en él la fe en el verdadero Dios.
“Señor yo no soy digno de que entres en mi casa”: valdría la pena alguna vez agradecer al Centurión cuando repetimos sus palabras ante de acercarnos a la comunión. El centurión se siente “indigno” a pesar de que los ancianos judíos lo presentan a Jesús como un hombre digno que: “merece que le hagas este favor” y que el mismo Jesús lo propone como ejemplo de hombre justo. No obstante, el centurión sigue convencido de que no merece que el Señor pase por su casa y por su vida. Seguramente él desea de todo corazón encontrar a Jesús y acogerlo en su casa, pero no se atreve a hacerlo, por ser oficial del ejército conquistador. Pero hay otra motivación más profunda: no obstante él sea una persona honesta y digna de estima, su fe le hace reconocer lo pequeño que es delante de Dios.
El testimonio de este centurión es muy iluminador y su humildad es ejemplo de cómo debe ser la actitud del verdadero creyente: nadie puede reclamar una dignidad particular delante de Dios, ni esgrimir argumento alguno para lograr un trato especial, ni siquiera para que le conceda el don de la fe. El Señor atiende nuestras oraciones y nos hace partícipes de su vida, solo si somos humildes y si reconocemos con sencillez y gratitud que todo lo que somos, tenemos y creemos es don de Dios. Agradecidos porque el Señor, por su gran amor, ha abierto las puertas de la salación a todo el mundo, hacemos nuestras las palabras del salmo: “¡Alaben al Señor todas las naciones, glorifíquenlo, todos los pueblos, porque es inquebrantable su amor por nosotros y su fidelidad dura para siempre”.
Amén