Mensaje de Mons. Sergio Gualberti en viernes Santo
Fuente Oficina de Prensa del Arzobispado de Santa Cruz
Ante Jesús clavado y elevado en la cruz las palabras sobran, sentimos la necesidad de quedarnos en silencio, de levantar humildemente hacia Él nuestra mirada, de contemplar en su rostro desfigurado y cuerpo ensangrentado el gran misterio del amor de Dios, de expresar nuestro sincero dolor y de pedir perdón de todo corazón por nuestros pecados.
Jesús, el justo e inocente, es ajusticiado como criminal. Ha sido juzgado por dos tribunales: el religioso con la acusación de blasfemo: “Él pretende ser el Hijo de Dios” y el civil con la de subversivo del orden establecido: “¿No les parece preferible que un solo hombre muera, y no que perezca la nación entera?”. Jesús no escapa de la muerte ni se rebela: “Al ser maltratado se humillaba y ni siquiera abría boca: como un cordero llevado la matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría boca”.(Is)
En Jesús inocente en la cruz se identifican miles de inocentes, de ayer y de hoy, personas que no tienen voz, que siguen siendo crucificados porque se los margina, se los desecha, se los somete a la miseria y a condiciones de vida infrahumana. En Jesús crucificado se identifican también miles de inocentes que son asesinados por extremistas desalmados, o condenados injustamente por poderes totalitarios y por una justicia corrupta, amañada y servil. En Jesús inocente se identifican las personas a las que nosotros hacemos el mal, odiamos y despreciamos.
“Por la obediencia llegó a ser causa de salvación”, nos dice el autor de la carta a los Hebreos. Más allá de esas causas históricas de su muerte, Jesús acepta la cruz, para obedecer y cumplir con el designio salvífico de Dios. La obediencia de Jesús es signo de su total y confiado abandono en las manos del Padre. La cruz es la coronación de un camino de obediencia y amor libremente iniciado con la encarnación, cuando el Hijo de Dios se humilló despojándose de su condición divina para hacerse uno de nosotros y ofrecer su vida al Padre.
Él se solidarizó y compartió nuestra suerte asumiendo sobre sí nuestra naturaleza humana en todo, menos en el pecado. Por eso experimentó nuestras debilidades y limitaciones, para que se restableciera nuestra relación con Dios y tuviéramos nuevamente acceso al cielo, a la salvación. Un acceso que se había cerrado por el primer pecado, del que nosotros seguimos siendo cómplices con nuestros pecados personales y como sociales.
San Pablo expresa con palabras certeras este misterio de libertad, de entrega y de amor del Señor hacia nosotros: “Él que era de condición divina… se hizo semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar la muerte y muerte en cruz”. Él es el hombre que se hace nada para hacerse hombre de todos, él fue para todos, “haciendo el bien” a lo largo y ancho de los caminos y ciudades de Palestina. Su humillación lo llevó experimentar en primera persona lo que es sufrir, y no solo el sufrimiento físico, sino también el moral y espiritual.
Él tocó con mano la ingratitud de los que habían sido beneficiados por él y de los mismos discípulos, que al momento de la pasión y crucifixión lo abandonan. Jesús vive la pasión y muerte en la soledad: Él está solo en la cruz ante el abandono de los suyos y el silencio de Dios.
Y a pesar de estar sumergido en ese sufrimiento indecible, es capaz de compadecerse de nuestras debilidades y limitaciones, capaz de perdonar hasta los que lo están crucificando: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. En esas palabras y en las actitudes de Jesús sufriente, la cruz deja de ser prioritariamente signo de muerte y se vuelve la expresión más alta de la misericordia de Dios.
El punto culminante de la misericordia y amor de Dios está en la entrega de su Hijo a los hombres: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo Único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”. Dios no nos quiere disminuidos en nuestra humanidad, no nos quiere esclavos de nuestro ego y orgullo, de nuestros apegos y ataduras, no nos quiere sometidos al pecado y a la muerte, por eso llega al extremo de entregarnos su Hijo para que seamos libres de toda clase de males y que tengamos vida y vida para siempre.
“Amó tanto al mundo”, todos somos inundados por esa gran corriente amor misericordioso, nadie es excluido. Las solemnes oraciones, que vamos a elevar en breve, manifiestan esta dimensión universal del amor de Dios, un Dios que quiere salvar a todos.
La Iglesia no ora solo para sí misma, el Papa, el pueblo de Dios y los ministros, sino para todos los demás cristianos, para el pueblo judío, para los que no creen en Cristo ni en Dios, para los gobernantes y para todos los que sufren.
El amor de Jesús en la cruz nos da la posibilidad de alcanzar la gracia y la ayuda necesaria para transformar nuestro corazón y hacerlo capaz de amar y de creer en Dios. Ante semejante gracia nuestra respuesta libre y consciente debería llevarnos a “Permanecer firmes en la confesión de nuestra fe”, carta a los Hebreos. Sin embargo, como para Pedro y los demás discípulos que abandonaron a Jesús, tenemos dificultad en creer que, en el crucificado se hace presente el amor que Dios nos tiene. Por eso no nos extraña que, a lo largo de la historia hasta el día de hoy, el crucifico haya sido hecho objeto de incomprensión, burla y rechazo.
Nosotros tendremos esta tarde la oportunidad de demostrar que no nos dejamos atemorizar por esas corrientes adversas a Cristo crucificado, y más bien vamos a expresar nuestra fe hacia él besando la cruz, pequeño gesto de nuestro amor agradecido y del compromiso de conversión sincera y de gastar toda nuestra vida por él.
También acompañaremos al Cristo puesto en el sepulcro por las calles de nuestra ciudad, como muestra que la fe en Cristo no es algo que se reduce solo a la esfera personal y familiar, sino que tiene que irradiarse a la esfera pública en todo ámbito laboral, profesional, social, cultural y político.
Aunque esta procesión pública es importante, nuestra fe no puede limitarse a esta manifestación. Tiene que volverse vida, porque no estamos haciendo memoria de una reliquia del pasado, sino de la presencia salvadora de Cristo en nuestra existencia diaria.
Este este acto tiene que ir acompañado por nuestra confesión de fe en Cristo crucificado como nuestro Salvador, con el testimonio de nuestra vida personal y comunitaria, coherente con la verdad conocida. Estamos llamados a testimoniarlo actuando con libertad interior y amar a la vida recta y justa guiada por los auténticos valores evangélicos del amor, la verdad, la solidaridad, la justicia y la paz.
En este celebración, al momento de quitar el velo a la cruz, la liturgia nos invita por tres veces:”Miren al árbol de la cruz donde estuvo clavado el salvador del mundo” y juntos contestaremos: “Vengan y adoremos”. La insistencia de repetir tres veces esa invitación es para resaltar que el Cristo en la cruz es único, no hay otro, no hay otro Cristo que nos salva, no hay otro Cristo al que acudir para recibir el perdón de los pecados, para ser liberados de la esclavitud del mal y de la muerte y para participar de la vida eterna que nos ha adquirido. Acerquémonos sin temores y con esperanza y confianza a la cruz acogiendo el llamado de la carta a los Hebreos: “Vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, la fuente de la vida, al amor crucificado”. Amén