Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz, pronunciada en la Catedral de San Lorenzo Mártir.
Queridos Hermanos y Hermanas:
En este 3º Domingo de Cuaresma la liturgia de la Palabra nos hace hacer un alto en nuestra peregrinación hacia la Pascua en el desierto, en Refídim, donde Dios apagó la sed de los Israelitas y al pozo de Jacob en Samaría, donde Jesús se reveló como el agua viva.
En esta parada, escuchamos el grito de protesta en contra de Moisés del pueblo de Israel atormentado por la sed en el desierto: “¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Sólo para hacernos morir de sed en el desierto?”. En esa situación desesperante, el descontento del pueblo llega al punto de cuestionar la intervención liberadora de Dios y de poner en duda su fe en Él y en su presencia salvadora, porque no interviene en satisfacer su sed: “¿El Señor está realmente entre nosotros, o no está?”. Dios, en verdad, no los ha abandonado, el quiere que ese grupo de fugitivos se libere de la tentación de la dependencia, y que aprendan a caminar con sus propios pies, y que se vayan organizando como pueblo libre. Dios, sin embargo, al momento interviene y ordena a Moisés de golpear con su bastón a la roca de que brota agua, pero luego corregirá con mano fuerte a su pueblo por la falta de fe.
También vuelven a resonar hoy las palabras de Jesús a la samaritana: “Dame de beber”. Él está cansado por el camino y se sienta junto al pozo, necesitado de agua, pero no tiene como sacarla. El que tiene agua de vida para dar, el que es agua viva, se hace el que necesita agua del pozo. Jesús, que quiere tocar en lo hondo el corazón de esa mujer, inicia el dialogo contraviniendo a la normativa que impedía a un judío hablar en público a una mujer, peor aún porque pecadora y samaritana. La mujer, en cambio, sigue todavía atada a ese precepto: “¡Cómo! ¿Tu, que eres judíos, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Con esta sencilla iniciativa de pedir agua a la samaritana, Jesús hace un gesto profético de valor inestimable: pone fin no solo a la tradicional división entre judíos y samaritanos, a la marginación de la mujer, sino que rompe el círculo de todas las exclusiones y descartes.
Siguiendo con el diálogo, Jesús se presenta como aquel que tiene agua viva, más aún como “el agua viva”, el manantial inagotable y gratuito que sacia la sed de amor, de felicidad y de eternidad. “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que pide… tu misma me lo pedirías, y el mismo te habría dado agua viva”.
La mujer no entiende que Jesús está hablando no del agua física, sino del agua espiritual que es la vida de Dios y le pone una objeción: “¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo?”. Su respuesta ofrece a Jesús la ocasión para seguir profundizando su mensaje:”El que beba del agua que Yo le daré, nunca más volverá a tener sed”. La samaritana tampoco entiende esta respuesta, sigue en otra onda, está preocupada por los afanes cotidianos y muy distraída por su vida desordenada. Le interesa sólo el agua para no tener que venir cada día al pozo para sacarla.
Jesús entonces toca el problema real de la samaritana, su vida de pecado, sin verdadero amor y la encara directamente: “Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco, y el que ahora tienes no es tu marido”. La mujer se encuentra descubierta, y su atención ya no se centra en el agua, sino en la persona de Jesús: “Señor, veo que eres un profeta”. Al reconocer a Jesús como un “profeta”, que conoce el íntimo de su persona, su situación, su historia pasada y presente, ella comienza a darse cuenta de su situación irregular,
Sin embargo le cuesta reconocer esa verdad, y, como para desviar la atención sobre sí, la mujer intenta cambiar argumento y presenta a Jesús un tema religioso muy discutido, acerca del lugar donde había que adorar al Señor, aunque añade que:”Ha de venir el Mesías, el Cristo. El nos explicará todo”. Jesús aprovecha esta afirmación, y da a conocer su verdadera identidad: “SOY YO, el que habla contigo”.
Jesús se manifiesta como el Mesías esperado por tantos siglos, que trae la luz de la verdad, que hace conocer el rostro verdadero de Dios, y que instaura una nueva alianza: ha llegado la hora de “adorar a Dios en espíritu y en verdad”.
Jesús instaura el nuevo y verdadero culto: toda nuestra vida tiene que ser adoración del Señor, una adoración que nace de la fe y que se manifiesta en el cumplimiento de su voluntad.
La samaritana ante esta revelación deja el cántaro y corre a la ciudad. No puede guardar para sí esa singular experiencia, y la va contando a todo el mundo, dando testimonio de Jesús: “¿No será el Mesías?”. El verdadero encuentro personal con Jesús, es lo único que cambia la vida, que nos trae la salvación y que nos mueve a anunciarlo también a los demás, a ser misioneros.
La samaritana y, junto a ella, todo el pueblo llegan al final de un camino, han encontrado al Salvador, aquel que da respuesta a sus preguntas, que da sentido a sus vidas: “Ya no creemos por lo que tú has dicho, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es el verdadero Salvador del mundo”. Ahora conocen quienes son ellos mismos y detrás de quien tiene que ir, en quien pueden confiar sus vidas. Ahora pueden acercarse a Jesús que no pide nada sino que les regala el agua de vida que no les será quitada.
También nosotros en esta cuaresma estamos invitados a recorrer el mismo camino de la samaritana y del pueblo de Israel en el desierto, a tomar el agua viva de Jesús que apaga la sed de autenticidad y de verdad, la sed de transparencia y claridad, la sed de fortaleza y de fe ante la presencia amenazadora del mal en el mundo que parece ocultar la presencia de Dios y que hace surgir en nosotros las dudas y temores al igual que el pueblo de Israel: “¿El Señor está realmente entre nosotros, o no está?”.
El agua que apaga la sed de Dios, es el agua que hemos recibido en el bautismo. Es el agua de la gracia que Jesús ha hecho brotar por nosotros, haciéndose uno de nosotros, sufriendo el dolor al igual que nosotros y padeciendo la muerte en cruz. Jesús ha vencido definitivamente la muerte e ilumina nuestro caminar con la luz de la Pascua, con la esperanza y la certeza de que la última palabra la tiene la vida y no la muerte ni el mal.
La Palabra de Dios de este domingo nos invita a renovar decididamente nuestra fe en Dios y en su presencia en nuestra vida a través de su Hijo. Lo recalca San Pablo en la carta a los cristianos de Roma: Por Jesucristo “hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia… y la esperanza de la gloria de Dios. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo”.
Es una llamada a que calmemos en Jesús, la fuente viva, nuestra sed profunda de Dios y acudamos a él en cada circunstancia de nuestra vida, aún en medio de las dudas y el dolor. Escuchemos con confianza esta invitación del Señor, como nos dice el salmo: “Ojalá hoy escuchen la voz del Señor. No endurezcan su corazón”. No dejemos correr en vano el agua abundante de la gracia, es el agua que nos ofrece gratuitamente el Señor, el agua de la vida en este mundo y por la eternidad.
Amén