Análisis

Rocío Estremadoiro Rioja: Familia

(…) cabría preguntarse de dónde sale esa tendencia tan manifiesta en nuestro medio al autoritarismo y a la violencia

¿Cómo abstraerse frente a las noticias de las últimas semanas, que pasan por masacres estudiantiles en México a feminicidios en Bolivia, ratificando que la historia de la humanidad parece girar y repetirse, siendo que las peores atrocidades no quedaron ni en el pasado, ni en la ficción? La cuestión es de dónde viene esa peculiaridad, tan humana, al terror y la destrucción. Si razonamos en términos hobbesianos, no hay escapatoria alguna: todo ello sería parte de una naturaleza que, infructuosamente, intentamos contener.

No obstante, a los sociólogos se nos da por buscar la comprensión del comportamiento humano en los intricados vericuetos que hemos construido como colectividad, es decir, habría esperanza para la especie, dependiendo el “perfeccionamiento” del ordenamiento social que nos rija.

En tal sentido, cabría preguntarse de dónde sale esa tendencia tan manifiesta en nuestro medio al autoritarismo y a la violencia, porque por más que despotriquemos contra Somoza, Banzer o Stroessner, estos personajes no dejan de reflejarse en la cultura política. ¿Tendrá que ver una cimentación social cuyos valores más queridos y venerados están enmarañados bajo el manto de instituciones despóticas por esencia?

Pensando en los feminicidios, admitamos que en América Latina y particularmente en Bolivia, no se trata de casos aislados.

La violencia doméstica es lo suficientemente generalizada, como para escudriñar qué sucede entre las paredes de lo “privado”.

Y como “lo personal es político”, más allá de las apariencias y la hipocresía colectiva, es pertinente replantearse la funcionalidad de la “familia tradicional” en la edificación y consolidación de procesos societales autoritarios y patriarcales.

Engels lo esbozó cabalmente: es indudable la relación de la familia monogámica con la estructuración de órdenes sociales basados en la dominación.

Por ende, sin contar las excepciones que confirman la regla, el “matrimonio”, base para la conformación de la “familia tradicional”, se configura como una institución que constriñe, principalmente, la sexualidad de las mujeres, otorgándole un único “beneficiario”, que a la vez se convierte en “propietario” de la aludida, siempre y cuando ella alumbre y cuide a sus “legítimos” herederos, a cambio de su manutención. Ya que en los tiempos de la formación de este “arreglo” no había prueba de ADN, la manera que encontró el varón para asegurar que los vástagos sean los suyos, fue adueñarse de la pareja, tal cual lo hacía con “sus” bienes materiales.

Aún en pleno siglo XXI, el imaginario del matrimonio expresa ello íntegramente, al momento en que el “jefe de familia” entrega a la hija al nuevo “dueño”, en el altar. Así, más allá de que exista o no la ceremonia que anteceda al establecimiento de una “familia tradicional”, el hombre suele estar convencido de ser el propietario de “su mujer”, al punto de que se siente en libertad de violentarla o asesinarla. Por eso, qué paradójico que las mujeres defendamos, mayoritariamente, esta institución y hasta afirmemos que “el día más importante de nuestra vida”, sea aquel en que, simbólicamente, nos convertimos en propiedad de otro.

En suma, aunque es cierto que no todos los matrimonios (con papeles o sin ellos) llegan a los extremos lamentables que, cada día, ventila la prensa, y que hay que denunciar a los consortes opresores, abusivos y asesinos, al no tratarse de “extraterrestres”, cabría inquirir el por qué seguimos pariendo a miles de anónimos Franco, Arce Gómez, Busch, Pinochet, Stalin, Torquemada o Thatcher. ¿Algo podrán vislumbrar las “sagradas instituciones”?

La autora es socióloga.