Esta es la última palabra de Jesús en la pasión de San Juan del Viernes Santo. En griego “tetelestai”, es decir, “está cumplido”. Es como la firma del Testamento del hermano mayor y Señor nuestro, Jesús. Él ya ha hecho todo lo que tenía que hacer. Delante de nosotros está Jesús, el que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos, el que curó a todo tipo de enfermos y recuperó para la vida a los marginados, el que perdonó a los pecadores y buscó a los descarriados, el que proclamó el Reino de Dios para los pobres y les dio la buena noticia de su liberación, el que desenmascaró el entramado social de las castas privilegiadas de su época, el que denunció la hipocresía de los dirigentes religiosos, el que criticó la religión cuando ésta se convierte en engaño y alienación para la gente, cuando las prácticas religiosas se alejan de la práctica de la misericordia, de la compasión y de la solidaridad. Jesús ha cumplido su misión.
Los dirigentes manipuladores de los judíos no se pusieron de acuerdo en la búsqueda de causas suficientes para su condena. No había razón ni causa de su crucifixión, pero él está en la cruz, condenado y abocado ya a la muerte inminente. Entre todos lo mataron, pero él solo se murió. Así reza el dicho castellano. La aparente excusa de responsabilidad que hay detrás de este dicho se convierte en acusación evidente de todos los participantes en esta historia. Y por eso este dicho quiere enmascarar la verdad, la culpa y el pecado de los que ejecutan, obedientes a palabras y órdenes de muerte, también hoy, a miles de personas inocentes. Ese dicho quiere diluir la responsabilidad última de los que maquinaron contra Jesús y ahora lo hacen contra las multitudes indefensas de la humanidad empobrecida. Y lo hacen sólo por intereses particulares, de poder, de gloria o de enriquecimiento personal. Entonces y ahora.
Pero en la muerte de Jesús, tal como él la afrontó y vivió, hay mucho más que un asesinato. En este tipo de muerte se ha consumado el amor más grande de la historia humana, el que consiste en dar la vida por los demás, por los amigos y por los enemigos, por los justos y los injustos, por los pobres y por los pecadores.
“Misión cumplida” —Esto parece decir Jesús—. Ha llegado la hora de la gloria y de la vida a través de la muerte. Es la hora en que el grano de trigo muere para dar mucho fruto, para que los demás tengan una vida abundante y nueva. Es el paso definitivamente transformador del corazón humano. Jesús ha pasado por todo, por incertidumbres, dudas, desesperanzas, tentaciones, sufrimientos, desprecios, insultos, fatigas, torturas, incomprensiones, abandono, soledad. Agotado y sin fuerzas, sólo quedan los últimos latidos del corazón, los últimos bombeos de la sangre a un ritmo cada vez más lento, el calor corporal se disipa y se esfuma mientras que un sudor frío sale por todos los poros de este cuerpo de amor, indican que este Jesús va a morir con gran dolor, pero en paz consigo mismo y con el Dios a quien ha llamado Padre.
No importa que no haya tenido respuesta a su última pregunta (al “por qué me has abandonado” relatado en Mc y Mt). Lo que importa es que se ha consumado un amor sin límites. Un amor a fondo perdido, un amor que todo lo perdona, que todo lo espera, que todo lo aguanta, que todo lo cree (Cf. 1 Cor 13,7). Es el amor que no pasa nunca, porque es eterno. Es el amor de quien nos amó hasta el fin y en ese amor inmenso, misericordioso y bueno está Dios. Es Dios mismo y por eso no necesita responder a nada. Porque él ya es lo último, es el principio, el fin, el alfa y la omega, el que hace nuevas todas las cosas. Y ese amor se ha consumado entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo divino, en este Jesús crucificado. De esa alianza en el amor la humanidad ha quedado preñada para parir una criatura nueva, redimida y perdonada, rehabilitada y capacitada para abrirse al Espíritu de Dios que resucitará a Jesús y nos dará un nuevo brío a los seres humanos en cualquier parte de la tierra.
Por eso Jesús dice: ¡Está cumplido! Él va a morir sereno y con el valor y la entereza que infunde el trabajo bien hecho, la misión cumplida, el encargo bien desempeñado, aunque cueste la vida. Su rostro ya irradia paz porque la tensión ya ha pasado, el amor de Jesús ha transformado la violencia en ternura, la crueldad en dulzura, el rencor en perdón, el insulto en bendición, la traición en reconciliación, la fragilidad en fortaleza, la desesperación en confianza, el pecado en gracia, y la muerte será transformada en vida por la resurrección. Ésta es la verdadera pasión de Cristo. No tanto los hechos dolorosos que soportó en la cruz hasta la muerte, cuanto el amor sin límites con que él afrontó y vivió el sufrimiento para infundir una nueva vida al género humano. Él nos capacita por su sacrificio redentor, por la acción de su espíritu y con su ejemplo para que todos nosotros cumplamos también nuestra misión.
La obra de Jesús está consumada. Es una obra perfecta, la de la glorificación del Padre a través del Amor del Hijo. El lenguaje sacerdotal de la carta a los Hebreos nos presenta la acción sacerdotal de Jesús con palabras parecidas: “En los días de su vida mortal presentó ruegos y súplicas a aquel que podía salvarlo de la muerte; éste fue su sacrificio, con grandes clamores y lágrimas, y habiendo sido escuchado por su reverencia, aunque era Hijo, aprendió en su pasión lo que es obedecer. Y ahora, llegado a su perfección, es fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5,7-9). Llegar a la perfección es consumar la entrega de la vida por amor, mediante la transformación del corazón gracias a la acción del Espíritu.
A partir de esta extrema solidaridad sacerdotal de Jesucristo, nuestro Hermano, y en virtud de su ofrenda de la vida a Dios, todos los humanos podemos ser transformados por ese mismo dinamismo espiritual y sacerdotal que convierte todo sufrimiento en pasión de amor y en ofrenda única agradable a Dios. En la liturgia de esta tarde del Viernes Santo oímos: “Por lo tanto, acerquémonos con plena confianza al Dios de bondad, a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno” (Heb 4,16). Ahora nos toca a nosotros cumplir nuestra misión y seguir dejando que el Espíritu actúe en nosotros, en la comunidad de la Iglesia, en las comunidades de base comprometidas en la transformación de las condiciones de vida precarias de nuestros barrios, campos, pueblos y ciudades. La misión sacerdotal que hay que cumplir desde nuestras comunidades cristianas plurales y diversas, compuestas por laicas y laicos, por religiosos y religiosas y por sacerdotes no es otra que el anuncio del Evangelio a los pobres que nos anunciaba el comienzo del Evangelio de Lucas: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres, me ha enviado para anunciar a los cautivos liberación, y a los ciegos visión, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Cuando ante esta misión, como miembros del pueblo sacerdotal y profético, que busca el Reino de Dios y su justicia en medio de los pobres de esta tierra encadenada, entreguemos nuestra vida como ofrenda a Dios, en defensa de los inocentes, en apoyo de los justos y por la liberación de los oprimidos, entonces también nosotros podremos decir con Jesús: “Está cumplido”.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura