- Jesús está en la cruz y entrega su espíritu
La verdad es que a Cristo lo están matando, pero él muere por todos nosotros. El que está en la cruz es Jesús, víctima de las insidias de los poderosos, de las maquinaciones de los sumos sacerdotes, de los letrados y fariseos, de los que controlaban la práctica religiosa, la observancia rigurosa de la ley y el templo como centro del culto sacrificial y lugar de peregrinación de todo buen creyente.
Pero el que está en la cruz es inocente. No se sabe bien por qué está en la cruz. No existe ni la más mínima razón para una condena así. Seguramente el motivo último y real de su ajusticiamiento fue su comportamiento, pero esto no lo podían decir los que lo acusaron. Su transparencia vital, su compromiso con la verdad, su fidelidad al Reino y su coherencia hasta el final le llevaron a criticar a las instituciones públicas y religiosas judías, por amor a los pobres e indefensos, a los marginados, los excluidos y explotados.
El culmen de su actuación fue en el templo, en el corazón del montaje religioso de Israel. Su irrupción en el templo, tirando por tierra todo, fue uno de sus últimos gestos proféticos a favor de la liberación del rebaño de Dios, el cual había caído en manos de unos dirigentes políticos y religiosos que vivían a costa del pueblo, en un sistema religioso corrupto, legalista y explotador. Jesús arremetió contra todos ellos en una acción profética sin precedentes, contraria a los modos y formas vigentes de culto, contraria a cualquier pretensión de dominio tiránico sobre los demás. Con su actuación última en Jerusalén, y concretamente en el templo, se agravó hasta el extremo el pleno conflicto con las autoridades. Ante ellos, Jesús no escatimó palabras de denuncia, llamándolos hipócritas, farsantes, tiranos, déspotas y corruptos; no dudó en calificarlos como sepulcros blanqueados por fuera y podridos por dentro. De este modo, Jesús se ganó a pulso la enemistad de los poderosos, pues al desmantelar el templo y su estructura organizativa, desacreditaba el sistema religioso del cual era la máxima expresión, y al desautorizar a sus dirigentes declaraba caduca esa forma de entender la religión.
El Dios que él anunciaba era distinto. Su propuesta de vida religiosa era otra. Era la de una relación abierta y confiada con un Dios al que llama “Padre” y la de unas relaciones humanas basadas en el servicio y en el amor a los demás, pues “el que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera, entre vosotros, ser primero, será esclavo de todos”.
Pero, por hablar de este modo y actuar con coherencia, Jesús está ahora en la cruz. Jesús fue considerado una amenaza contra los intereses económicos, políticos y religiosos de la clase dirigente, que representaba los intereses del pueblo judío. También hubo una concesión por parte de los romanos (Poncio Pilatos), por connivencia de poderes hacia esta clase dirigente.
Jesús está en la cruz. ¿Quién lo ha crucificado? ¿Ha sido Pilatos?, ¿o Herodes? ¿Ha sido la Junta de los judíos? ¿Han sido los soldados? ¿Ha sido el pueblo a instancias de los dirigentes judíos? En último término los responsables principales del asesinato de Jesús fueron los dirigentes saduceos y la casta sacerdotal que regían la vida oficial, política y teológica de la nación judía.
Ciertamente aquéllos fueron los principales, pero no los únicos responsables.
También fueron responsables, por connivencia, los que, conscientes de la inocencia de Jesús, como Pilatos, no movieron ni un dedo para librarlo de la muerte.
También fueron responsables los que, por miedo, como Pedro, a pesar de su fanfarronería y buenas palabras, niegan su vinculación y su solidaridad con Jesús y con los que sufren.
También fueron responsables los que, por interés mezquino y particular, como Judas, traicionan, venden a cualquier precio y explotan a los inocentes, a los indefensos, a los niños, a los ancianos, a las mujeres y a los más débiles.
También fueron responsables las masas de gente que se dejaron llevar por la corriente dominante, sin reflexionar a qué estaban contribuyendo con su seguimiento de líderes irresponsables aprobando y legitimando conductas que conducían a la muerte del inocente y de todos los inocentes.
Sabemos que los que matan no son sólo los que ponen los clavos y levantan la cruz. Entre todos lo mataron, pero la verdad es que, al final, él solo se murió —así reza el dicho castellano—. Pero murió asesinado, injustamente asesinado, tras un juicio humano, absolutamente injusto.
Los que hoy matan a los inocentes no son sólo los que llevan armas mortíferas de guerra en sus manos. Los que matan a los inocentes son los responsables políticos del mundo rico que originan, promueven y mantienen guerras cruentas, conflictos permanentes y tensiones internacionales, cuyos resultados son millares de muertos, de niños y mujeres indefensas, millones de personas sencillas que no han hecho nada malo y que se ven involucradas en una red de muerte aniquiladora de las personas y de los pueblos.
Desde el principio del mundo ha habido —dicen los historiadores— unas catorce mil guerras, que han producido unos tres mil quinientos millones de muertos. La humanidad tiene las manos manchadas de sangre. Caín sigue destrozando a Abel, pero lo peor es que se sigue y seguimos eludiendo la responsabilidad que nos corresponde.
El mayor negocio del mundo son las armas y sus principales fabricantes son los países ricos de la tierra, los cuales invierten en ello más de dos billones (con b) de dólares por año (datos del 2021), mientras que en salud, en alimentación básica y en enseñanza básica se invierte muchísimo menos. Esto nos da una idea de quiénes son los que matan y crucifican a los inocentes de nuestro mundo.
Estamos ante la agonía de Jesús crucificado, el hermano inocente y justo por excelencia, solidario hasta el extremo con todos los inocentes que mueren injustamente. Cada minuto que pasa en esta reflexión mueren veinticinco niños de hambre en el mundo. Hoy se repite el Viernes Santo
Hoy no podemos contemplar al crucificado de esta cruz sin mirar a los crucificados del mundo presente. Hoy no podemos quedarnos en hacer arqueología espiritual del inocente Jesús sin hacer memoria inmediata de las historias más recientes, recientísimas de las multitudes de inocentes que mueren en nuestro mundo.
No está claro qué parte de responsabilidad hay en cada cual, también en cada uno de nosotros. El hecho último es que Jesús está crucificado. Sin culpa alguna. Sólo por hacer el bien. Lo han dicho anteriormente todos, pero de poco ha servido. Pilatos lo ha reiterado varias veces: ¡No encuentro en él ninguna culpa! Herodes lo ha ratificado. Pero el justo y el inocente está agonizando. Y con él agonizan todas las víctimas inocentes y justas de nuestro mundo hoy.
Escuchémosle a Jesús en su último aliento, a través de las palabras del Evangelio de Juan, que hoy se proclama en la Iglesia. Escuchemos también a las víctimas del mundo. Y veamos qué estamos haciendo los testigos de esta agonía y de tanta muerte.
Descubramos en conciencia nuestras actitudes profundas y nuestros comportamientos habituales ante el inocente y el justo que está muriendo y ojalá que sirva esta meditación para identificarnos con el justo Jesús, y sepamos solidarizarnos con su causa a favor de los pobres, de los oprimidos y de las víctimas inocentes de la historia presente.
- Palabras de Jesús a su madre y al discípulo amado
Jn 19,25-27:
25 Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.
26 Jesús, al ver a la Madre y, junto a ella, al discípulo que más quería, dice a la Madre:
“Mujer, ahí tienes a tu hijo.”
27 Luego dijo al discípulo:
“Ahí tienes a tu madre”.
Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.
La presencia de la mujer ante la cruz está testimoniada en los cuatro relatos evangélicos de la Pasión. Es un dato sumamente relevante en la tradición de la iglesia primitiva. Los tres primeros Evangelios nos cuentan que estaban allí las mujeres, a lo lejos, mirando al crucificado. Eran las que seguían con él desde Galilea hasta la cruz. Según parece, ellas eran María Magdalena, María la de Santiago, y la de Cleofás, y estaban allí firmes ante la muerte de Jesús. Cuando todos los discípulos, y hasta Pedro lo habían abandonado, ellas seguían allí. Fueron discípulas no sólo hasta la cruz, sino hasta la muerte misma de Jesús… y se quedaron allí —según dice Lucas—. Ahora no nos importa tanto saber con precisión los nombres de esas mujeres, sino sentir que ellas, las mujeres, portadoras de vida como Eva, estaban presentes a pesar de la tragedia de la que son testigos.
El Evangelio de Juan se hace eco de esa realidad de vida y de ternura que se enfrenta a la muerte para dar vida con la valentía de quien sabe que no hay parto sin dolor. Y Juan antepone la escena de las mujeres delante de la cruz resaltando aspectos que muestran cómo ellas son también testigos de de la hora definitiva de Jesús en la cruz.
Según Juan, las mujeres no estaban mirando a lo lejos, sino junto a la cruz de Jesús. La primera mencionada entre todas ellas es la madre de Jesús. Y su presencia se constata antes de la muerte de Jesús, para que también la mujer se convierta en heredera de este testamento que, palabra por palabra, Jesús va transmitiendo antes de morir.
La madre de Jesús, que apresuró en Caná el comienzo de los signos de su hijo antes de que llegara su hora, está presenciando ahora no el signo sino la realidad cruda que ninguna madre quiere para sí: presenciar y asistir a la muerte de un hijo. Esto rompe todas las leyes de la naturaleza. No es normal que una madre entierre a un hijo, lo natural es lo contrario.
Si en aquel primer momento, durante la boda, ella decía: “Lo que él os diga, eso haced”, ahora ella calla, no puede hablar, sólo puede estar, apenas puede mantenerse en pie, pero allí se queda. Rota de dolor, con su hijo y para su hijo, para que a él no le falte la ternura de la madre en el último momento. Aunque ella no pueda hacer nada más, la madre asiste a la hora del hijo.
Es probable que ante la cruz de su hijo la madre recordara los momentos claves de su maternidad. Ahora no es la voz del ángel la que anuncia a la llena de gracia que va a ser madre de Jesús por obra del Espíritu Santo en ella. Es la voz misma del hijo la que le anuncia que se convierte de nuevo en Madre, esta vez del discípulo amado y, a través de éste, en madre de todos los hombres y mujeres del mundo que son discípulos de Jesús. Ahora va a dar a luz. Este parto también tiene su dolor y va a costar la sangre del hijo.
Ahora toca sufrir, pero de esta hora y de esta muerte nacerá una nueva vida, la vida de la nueva humanidad que tiene en la comunidad de los discípulos, una casa privilegiada para hacer posible la fraternidad universal, esa realidad de comunión fraterna por la que Jesús está dando la vida, sellando con su muerte que la entrega por amor y que el servicio a los demás es el nuevo camino de la familia humana. Al contar con la madre para llevar a cabo la fraternidad de los seres humanos podemos vivir este trago con paz. Ella, como toda mujer, es garante de la vida y del amor en la historia humana. Por eso Jesús la nombra “Mujer”, una palabra de vida y universal. Es la nueva Eva de la que nace junto a la cruz una nueva estirpe, la de los discípulos, la de la comunidad creyente, la comunidad eclesial… “Ahí tienes a tu Hijo”.
La madre de Jesús y las mujeres del Evangelio ocupan un lugar primordial en la génesis de la nueva humanidad, pues ellas serán las primeras en recibir el mensaje de la resurrección, a ellas en primer lugar se aparecerá Jesús resucitado, y ellas serán las primeras a las que se les encomendará transmitir a los demás discípulos el mensaje pascual . Por tanto, ellas constituyen la primera mediación entre el acontecimiento trascendental de la resurrección y los discípulos. En el Evangelio de San Mateo se acentúa este papel relevante de la mujer.
Pero la preeminencia en la experiencia del resucitado no fue casual. Todos los Evangelios nos relatan que ellas permanecieron firmes ante el crucificado cuando todos los discípulos habían abandonado a Jesús dejándolo solo en la hora decisiva de la muerte.
Y también ellas, y no los discípulos, presenciaron su sepultura. Ellas manifestaban como nadie el dolor desconsolado y la añoranza irreprimible por el amado ausente.
Así pues, su inquebrantable fidelidad a Jesús, antes de la muerte, cerca de la cruz, e incluso estando ya muerto, las hace garantes de un testimonio sumamente cualificado en la iglesia naciente. Con María y como ella, que estaba junto a la cruz, y como todas aquellas mujeres, todo aquel que permanezca firme y solidario ante el dolor y el sufrimiento de cualquier ser humano, especial-mente ante el sufrimiento injusto, se convierte en testigo por excelencia de la nueva humanidad. Ésa es la nueva familia que nace de la cruz de la Pasión de Cristo. Y se convierte en testimonio vivo y permanente del amor hasta el extremo, manifestado por Jesús en el momento cumbre de su vida, en la hora de su muerte.
Jesús nos deja, además, como hermano solidario de todo ser humano, el gran don de la madre, para que toda persona pueda sentir el amor entrañable de Dios y la ternura de la madre, la fuerza de la vida a través de la madre, a través de la mujer, a través de las que son portadoras por excelencia de la vida humana.
Orientados desde la pasión por el testimonio inquebrantable de la fidelidad de las mujeres discípulas que tiene en María, ya madre nuestra, a la que es “signo de esperanza y de consuelo” para toda la Iglesia, la primera característica de la nueva familia de los discípulos, ha de ser la cercanía a todos los que sufren la miseria, la injusticia, la opresión y la violencia. Esta nueva comunidad de discípulos recibe su impulso definitivo en la resurrección de Cristo y con el don de su Espíritu, pero se anuncia y se gesta su nacimiento al pie de la cruz, donde se consuma el amor más grande de la historia humana.
Permaneciendo en este amor, permaneciendo junto a la cruz de los inocentes, de los moribundos, de los enfermos, de los ancianos, de los niños hambrientos, desnutridos y desamparados, de los niños que no han nacido, de los muertos en la lucha por la justicia, permaneciendo junto a los condenados por la sociedad, a los encarcelados, a los que no se les ha hecho un juicio con sentencia, estando cerca de los excluidos y marginados del mundo, estando cerca de los emigrantes y desterrados en cualquier país de la tierra, estando, en definitiva, junto a los crucificados de este Viernes Santo de hoy, las Iglesias cristianas están gestando en su seno, y suspirando con dolor, en el amor inquebrantable de la pasión por el parto de una nueva humanidad fraternal y justa.
Es un consuelo contar con María, nuestra madre, y con todas las mujeres que, como ella, están en pie y firmes en medio del quebranto que supone la muerte de tantos hijos.
¿Hemos visto una madre con su hijo muerto en los brazos? Las mujeres son protagonistas en todas las guerras del mundo. Lo hemos visto en directo en la última guerra, la invasión de Rusia en Ucrania. Lo hemos visto en todos los conflictos sangrientos del mundo. Lo hemos visto en las masacres genocidas de África. Lo he visto en el Yad Vasem de Jerusalén, el memorial del holocausto nazi en donde se van reproduciendo, uno por uno, en plena oscuridad y en medio de gemidos, como estrellas en la noche, los nombres del millón y medio de niños aniquilados en las cámaras de gas y esfumados en el humo de los campos de exterminio, la gran barbarie del mundo contemporáneo, que no debemos olvidar, para que no vuelva a ocurrir.
Cuántas imágenes de la Piedad hemos contemplado, no precisamente como obras de arte. El arte expresa lo no decible y, por eso, desde la Piedad de Miguel Ángel hasta el Guernica de Picasso y su réplica boliviana de J.G. Ayala, llevan el sello apocalíptico de la mujer que siempre aparece, porque siempre está en pie, ante el dragón voraz de la muerte que aniquila a sus hijos.
Un signo extraordinario de la fuerza de la mujer ante la muerte es el testimonio de la gran cantidad de mujeres servidoras de la humanidad, mujeres que acogen a otros hijos huérfanos, abandonados o pobres de solemnidad, el de las misioneras, laicas y religiosas, que con el arrojo propio de las madres están junto a sus hijos sufrientes, inocentes y moribundos, a los que esta sociedad les niega el pan, la salud, la cultura y la dignidad. Especialmente ellas encarnan hoy el singular testimonio de María nuestra madre al pie de la cruz. Y con ella, como madre, todos nosotros, sus hijos, nacidos ante Cristo en la Cruz, hombres y mujeres, estamos llamados a formar la nueva fraternidad humana, permaneciendo firmes frente a todo sufrimiento y frente a las injusticias imperantes en nuestro mundo actual.
- La Palabra última de Jesús en San Juan: “Está cumplido”
Jn 19,29-30a.:
29 Había allí un jarro lleno de vino agrio. Pusieron en una caña una esponja empapada en aquella bebida y la acercaron a sus labios.
30 Jesús probó el vino y dijo:
“Está cumplido”.
Una única es la última palabra de Jesús en el Evangelio de Juan. En griego “tetelestai”, es decir, “está cumplido”. Es como la firma del Testamento que hemos recibido todos de los labios del hermano mayor y Señor nuestro, Jesús. El fin es inminente y el último suspiro se avecina. Ya ha hecho todo lo que tenía que hacer.
Delante de nosotros está Jesús, el que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos, el que curó a todo tipo de enfermos y recuperó para la vida a los marginados, el que perdonó a los pecadores y buscó a los descarriados, el que proclamó el Reino de Dios para los pobres y les dio la buena noticia de su liberación, el que desenmascaró el entramado social de las castas privilegiadas de su época, el que denunció la hipocresía de los dirigentes religiosos, el que criticó la religión cuando ésta se convierte en engaño y alienación para la gente, cuando las prácticas religiosas se alejan de la práctica de la misericordia, de la compasión y de la solidaridad.
Jesús ha cumplido su misión.
Los dirigentes manipuladores de los judíos no se pusieron de acuerdo en la búsqueda de causas suficientes para su condena.
No había razón ni causa de su crucifixión, pero él está en la cruz, condenado y abocado ya a la muerte inminente. Entre todos lo mataron, pero él solo se murió. Así reza el dicho castellano. La aparente excusa de responsabilidad que hay detrás de este dicho se convierte en acusación evidente de todos los participantes en esta historia. Y por eso este dicho quiere enmascarar la verdad, la culpa y el pecado de los que ejecutan, obedientes a palabras y órdenes de muerte, también hoy, a miles de personas inocentes. Ese dicho quiere diluir la responsabilidad última de los que maquinaron contra Jesús y ahora lo hacen contra las multitudes indefensas de la humanidad empobrecida. Y lo hacen sólo por intereses particulares, de poder, de gloria o de enriquecimiento personal. Entonces y ahora.
Pero en la muerte de Jesús, tal como él la afrontó y vivió, hay mucho más que un asesinato.
En este tipo de muerte se ha consumado el amor más grande de la historia humana, el que consiste en dar la vida por los demás, por los amigos y por los enemigos, por los justos y los injustos, por los pobres y por los pecadores.
“Misión cumplida” —Esto parece decir Jesús—.
Ha llegado la hora de la gloria y de la vida a través de la muerte. Es la hora en que el grano de trigo muere para dar mucho fruto, para que los demás tengan una vida abundante y nueva. Es el paso definitivamente transformador del corazón humano.
Jesús ha pasado por todo, por incertidumbres, dudas, desesperanzas, tentaciones, sufrimientos, desprecios, insultos, fatigas, torturas, incomprensiones, abandono, soledad. Agotado y sin fuerzas, sólo quedan los últimos latidos del corazón, los últimos bombeos de la sangre a un ritmo cada vez más lento, el calor corporal se disipa y se esfuma mientras que un sudor frío sale por todos los poros de este cuerpo de amor, indican que este Jesús va a morir con gran dolor, pero en paz consigo mismo y con el Dios a quien ha llamado Padre.
No importa que no haya tenido respuesta a su última pregunta (al “por qué me has abandonado”). Lo que importa es que se ha consumado un amor sin límites. Un amor a fondo perdido, un amor que todo lo perdona, que todo lo espera, que todo lo aguanta, que todo lo cree. Es el amor que no pasa nunca, porque es eterno.
Es el amor de quien nos amó hasta el fin y en ese amor inmenso, misericordioso y bueno está Dios. Es Dios mismo y por eso no necesita responder a nada. Porque él ya es lo último, es el principio, el fin, el alfa y la omega, el que hace nuevas todas las cosas.
Y ese amor se ha consumado entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo divino, en este Jesús crucificado. De esa alianza en el amor la humanidad ha quedado preñada para parir una criatura nueva, redimida y perdonada, rehabilitada y capacitada para abrirse al Espíritu de Dios que resucitará a Jesús y nos dará un nuevo brío a los seres humanos en cualquier parte de la tierra.
Por eso Jesús dice: ¡Está cumplido! Él va a morir sereno y con el valor y la entereza que infunde el trabajo bien hecho, la misión cumplida, el encargo bien desempeñado, aunque cueste la vida. Su rostro ya irradia paz porque la tensión ya ha pasado, el amor de Jesús ha transformado la violencia en ternura, la crueldad en dulzura, el rencor en perdón, el insulto en bendición, la traición en reconciliación, la fragilidad en fortaleza, la desesperación en confianza, el pecado en gracia, y la muerte será transformada en vida por la resurrección. Ésta es la verdadera pasión de Cristo. No tanto los hechos dolorosos que soportó en la cruz hasta la muerte, cuanto el amor sin límites con que él afrontó y vivió el sufrimiento para infundir una nueva vida al género humano. Él nos capacita por su sacrificio redentor, por la acción de su espíritu y con su ejemplo para que todos nosotros cumplamos también nuestra misión.
La obra de Jesús está consumada. Es una obra perfecta, la de la glorificación del Padre a través del Amor del Hijo. Hoy escuchamos no sólo la Pasión del Señor, sino que Él es el Señor de la Pasión.
El lenguaje sacerdotal de la carta a los Hebreos nos presenta la acción sacerdotal de Jesús con palabras parecidas: “En los días de su vida mortal presentó ruegos y súplicas a aquel que podía salvarlo de la muerte; éste fue su sacrificio, con grandes clamores y lágrimas, y habiendo sido escuchado por su reverencia, aunque era Hijo, aprendió en su pasión lo que es obedecer. Y ahora, llegado a su perfección, es fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen”. Llegar a la perfección es consumar la entrega de la vida por amor, mediante la transformación del corazón gracias a la acción del Espíritu.
A partir de esta extrema solidaridad sacerdotal de Jesucristo, nuestro Hermano, y en virtud de su ofrenda de la vida a Dios, todos los humanos podemos ser transformados por ese mismo dinamismo espiritual y sacerdotal que convierte todo sufrimiento en pasión de amor y en ofrenda única agradable a Dios.
En la liturgia de esta tarde del Viernes Santo oímos: “Por lo tanto, acerquémonos con plena confianza al Dios de bondad, a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno”.
Ahora nos toca a nosotros cumplir nuestra misión y seguir dejando que el Espíritu actúe en nosotros, en la comunidad de la Iglesia, en las comunidades de base comprometidas en la transformación de las condiciones de vida precarias de nuestros barrios, campos, pueblos y ciudades. La misión sacerdotal que hay que cumplir desde nuestras comunidades cristianas plurales y diversas, compuestas por laicas y laicos, por religiosos y religiosas y por sacerdotes no es otra que el anuncio del Evangelio a los pobres que nos anunciaba el comienzo del Evangelio de Lucas: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres, me ha enviado para anunciar a los cautivos liberación, y a los ciegos visión, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor” .
Cuando ante esta misión, como miembros del pueblo sacerdotal y profético, que busca el Reino de Dios y su justicia en medio de los pobres de esta tierra encadenada, entreguemos nuestra vida como ofrenda a Dios, en defensa de los inocentes, en apoyo de los justos y por la liberación de los oprimidos, entonces también nosotros podremos decir con Jesús: “Está cumplido”.