Análisis

PENA DE MUERTE, POR FAVOR

Cuando la población alteña estaba movilizada protestando y pidiendo la pena de muerte, casi simultáneamente, en la ciudad de  Santa Cruz un avezado delincuente brasileño que asistía a una audiencia judicial se fugaba, gracias a la negligencia de sus custodios policiales

Cuando uno revisa los medios de comunicación existe la percepción de que estamos transitando peligrosamente por la cornisa.

Leer noticias que dan cuenta de la presencia de “cogoteros” que operan principalmente en la ciudad de El Alto asesinando sin piedad a sus ocasionales víctimas genera estupor. La cifra espeluznante que supera el medio centenar de asesinatos atribuida a un solo jefe cogotero de por sí provoca la piel de gallina. La aparición de Jack el Destripador liderando bandas que matan sin remordimiento y a sangre fría en la urbe alteña causa espanto. Esas bandas de “cogoteros” actúan de forma metódica siguiendo patrones comunes: recogen a sus víctimas a bordo de un trufi en horas nocturnas o al amanecer para robarles alguna pertenencia por pequeño que sea su valor. Aunque el surgimiento de las bandas de “cogoteros” en la ciudad de El Alto es sola una arista de la expansión de la delincuencia en todo el país.

La sociedad está indignada por esta ola de criminalidad que se refleja en masivas manifestaciones demandando mayor seguridad ciudadana. La indignación aumenta y la sociedad la descarga en actos de violencia o en pedidos extremos como la instauración de la pena de muerte. En pocas palabras, vivimos en una sociedad del miedo. En “nombre de hacer justicia por sus propias manos”, la sociedad se dirige a un callejón sin salida. Ese miedo es altamente explosivo ya que impulsa a la sociedad a recorrer por aquellos recovecos resbaladizos de la intolerancia. Hay un momento en que la sociedad ya no busca justicia, sino venganza; es cuando las amenazas se transforman en actos consumados (ver los linchamientos). Así, en un “cerrar de ojos” los ciudadanos indignados atrapados en una masa amorfa se transforman en asesinos. Es un círculo vicioso y perverso de la inseguridad ciudadana donde la noción del respeto a la vida se evapora.

El pedido que se instituya la pena de muerte es un retroceso para la convivencia humana ya que aplicaría “Ley del Talión” que proviene del Antiguo Testamento. Según Albert Camus “se trata de un sentimiento, particularmente violento, no de un principio.

Si el crimen pertenece a la naturaleza humana, la ley no pretende imitar o reproducir tal naturaleza. Está hecha para corregirla”.

Si bien la pena de muerte es la sanción más grave y antigua de la historia de la humanidad, empero, su aplicación por sí no implica necesariamente la disminución del delito. Además, en una sociedad como la boliviana, en la que el dispositivo judicial es todavía endeble y permisible a cualquier tipo de manipulación, no es aconsejable la aplicación de la pena de muerte ya que esta norma es irreversible. Si esta norma se empleara jurídicamente, sólo convertiría a la sociedad en una colectividad atrasada y estupefacta. Existen muchas experiencias en otros contextos y otros momentos históricos en que la “pena de muerte” se instrumentalizó con propósitos políticos para deshacerse de sus enemigos.

Cuando la población alteña estaba movilizada protestando y pidiendo la pena de muerte, casi simultáneamente, en la ciudad de Santa Cruz un avezado delincuente brasileño que asistía a una audiencia judicial se fugaba, gracias a la negligencia de sus custodios policiales. Esta fuga solo devela algo que todos conocemos, la fragilidad y transparencia de los dispositivos policiales que también son extensivos a los operadores judiciales. En este contexto, imaginemos la posibilidad de la aplicación de la pena de muerte en Bolivia. Por ejemplo, que un condenado al patíbulo sea un inocente o, por el contrario, si el condenado es un criminal de alto calibre, se le ocurre pedir como su último deseo comer pollo en un restaurante y de pronto por un “descuido” de sus custodios se da a la fuga. En ambos casos, se concluye que la pena de muerte no es la solución a la delincuencia, porque la solución pasa necesariamente por otros aspectos de índole estructural.