Intervención de Mons. Jesús Pérez en la reunión conjunta de sacerdotes, superiores(as) de casas religiosas y responsables de la vida laical consagrada.
Mis saludos fraternos y mi gratitud más profunda a las religiosas y religiosos superiores como también a los hermanos sacerdotes.
Una vez más, nos reunimos, como el año pasado, intentando estrechar la comunión eclesial que nace de la fe en Cristo, quien nos llamó desde el bautismo, a ser sus discípulos, siendo miembros de la Iglesia.
En la circular enviada en enero, señalaba que, “hoy más que nunca, la comunión eclesial es necesaria en nuestra vida de discípulos de Cristo, sin la comunión eclesial no será creíble la vivencia de nuestros carismas y nuestra pastoral no llegará a alcanzar las metas propuestas”.
El Papa Benedicto, con motivo de la celebración ecuménica, el 25 de enero, fiesta de la conversión del Apóstol Pablo expresaba:
“En la oración de cada día, especialmente en la celebración de la Eucaristía, expresamos claramente nuestro deseo de vivir en comunión existencial con Dios y con todo el pueblo santo, con todos los miembros de la Iglesia. La liturgia, especialmente la Eucaristía y la Liturgia de las Horas, nos invitan a centrar nuestra vida en la Iglesia, pues ella es la oración de la Iglesia”. ¡Qué bien lo enseñó Santa Teresa de Jesús a sus monjas contemplativas que no entendían el rezo en latín!
En la oración litúrgica, se expresa el deseo vivo de vivir esta comunión al mencionar explícitamente al Papa y al Obispo de cada iglesia particular. No se menciona al general o generala, al provincial o a la madre provincial, aunque sea importante rezar por ellos. Me pregunto si esta mención explícita que da la liturgia al Papa y al Obispo, se traduce en una comunión efectiva, pues no basta la sola comunión afectiva.
Para que la comunión eclesial no se quede en ideas hermosas es necesario que aterrice, se concretice en el aquí y en el ahora de cada iglesia particular. En nuestro caso concreto, no estamos en Santa Cruz, La Paz, Cochabamba… por muy importantes que sean esas otras iglesias. Nuestra iglesia, es la Arquidiócesis de Sucre. Por muy importante que sea la tarea dada por el superior o superiora, al ser enviados a esta Iglesia concreta hay una misión apostólica que cumplir en este lugar.
La fraternidad nace del sacramento del bautismo, no en primera instancia del sacramente del orden o de los votos religiosos en una comunidad. So pretexto de la fraternidad, tanto sacerdotal como de la vida consagrada, no podemos prescindir de la fraternidad bautismal. ¡No son pocos los religiosos y religiosas que he encontrado en vida sin entusiasmo por ser bautizados, hijos de Dios, llamados a participar un día del mismo cielo, ser iglesia!
Santa Teresa, tan admirada y criticada en su tiempo, en sus últimos momentos exclamó: “muero feliz como hija de la Iglesia”. Ella en la riqueza tan creativa del carisma carmelitano, buscó ante todo y sobre todo, estar en comunión eclesial con el Papa, el Obispo,… siempre creando y viviendo la comunión eclesial, esto vale para el Obispo como para todos los demás miembros de cada iglesia particular.
La vivencia profunda de la comunión eclesial nos lleva a vivir cada día más y mejor la fraternidad, el ser y sentirnos hermanos y hermanas. Siempre hay que estar creando la fraternidad. Para el párroco que deja una parroquia tiene que concretar su ser pastor y hermano en los feligreses nuevos. Para cada religioso o religiosa trasladado de una comunidad a otra, la fraternidad debe, en primer lugar, vivirla con los miembros de la nueva comunidad religiosa y de la nueva diócesis donde la obediencia le señaló como lugar concreto para vivir su carisma. Esta es la dinámica del ser iglesia, tanto para el sacerdote, religioso o laico.
Cada uno tenemos una experiencia concreta, personal, de ser Iglesia. Probablemente alguno o alguna ha vivido frustraciones respecto a la vida comunitaria o fraterna. Dada la fragilidad humana que nos acompaña a todos, tanto en la vida eclesial de una diócesis, como en las comunidades religiosas, probablemente no hemos llegado a encontrar la alegría, la comprensión, el perdón, el aliento, el entusiasmo, la creatividad en nuestras relaciones de hermanos y hermanas. Todos sabemos que las dificultades o problemas de relaciones es de cada día y de cualquier grupo humano. Con estas dificultades nació, creció y seguirá la Iglesia. Cada uno debemos dar más que esperar que los demás nos den.
Hasta ahora, en mi larga vida de religioso, sacerdote y obispo, todavía no me he encontrado a ningún hermano u hermana que haya dejado la vida sacerdotal o religiosa, para amar más a Dios y a los hermanos, para ser más santo. No conozco a nadie que esté enamorado, fascinado por Cristo, o por el carisma del fundador o fundadora que se arrepintió del día de su conversión. Quizá alguien tenga otra experiencia. ¿Qué nos está diciendo esto?
Estamos llamados a rezar unos por otros en esta iglesia, la Arquidiócesis, la oración va creando, sin sentirlo, la comunión existencial –el que no ora por los demás miembros comete una injusticia, un pecado de omisión– pero, a la vez, se nos llama a trabajar pastoralmente en esta iglesia, a evangelizar también en comunión. A poner en común nuestros esfuerzos y carismas – no es poco lo que cada uno hace– para conseguir los objetivos que nos hemos señalado como iglesia particular en el Plan Pastoral, fruto del VI Sínodo.
Es necesario tener muy presente los objetivos, por ello es indispensable conocer el Plan Pastoral. Asimismo, tomar en cuenta las metas, medios, estrategias que se propone en el Plan Pastoral.
Con el bolígrafo todos podemos escribir y manifestar bien que debemos trabajar juntos y de acuerdo a lo trazado en el Plan Pastoral, es muy natural que tengamos reservas y sugerencias, pues el Plan no es perfecto. Pero pasando de la teoría a la práctica, a la realidad concreta, nos abocamos a nuestras ideas, a lo que creemos más válido en la parroquia o al trabajo rutinario, no pocas veces, de nuestras comunidades religiosas.
Antes de terminar, quisiera hacer una cita de un pensamiento del Cardenal Carlos M. Martini: “Cuando asciendo una montaña, miro hacia las cumbres; tengo que conocer la meta. La meta de nuestra vida fue formulada por San Ignacio de Loyola, fundador de nuestra orden, con la célebre frase “el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios”. Si levanto de ese modo mi mirada hacia Dios y me acerco a él, adquiero una perspectiva diferente hacia el mundo. Veo lo que Dios me ha regalado, contemplo lo bello y lo bueno. De ese modo logro agradecer y alabar. Desarrollo mis facultades interiores. Me convierto en un optimista porque cuento con el poder de Dios”.
Sigo con la cita: “El primer paso es alabar a Dios. Cuando lo busco le tributo respeto, y cuando aprendo a orar me siento cobijado en él. Aprender a orar es el segundo paso. El tercero es el servicio. Somos colaboradores de Dios, como dice Pablo. Dios nos necesita. Quien dirige su mirada hacia el mundo, hacia sí mismo, y la eleva hacia Dios, se preguntará de forma muy personal: ¿Señor qué quieres tú que haga? ¿Dónde puedo comprometerme con mis talentos e intereses? ¿Dónde está la necesidad hacia la que me quieres enviar?” (Coloquios nocturnos de Jerusalén).
Queridos hermanos y hermanas, vivimos tiempos nuevos, estamos en una época de cambios, de grandes desafíos. No tengo una fórmula mágica, no creo que nadie la tenga, no debemos guiarnos por espejismos triunfalistas, ni caer en el pesimismo en los que no pocos han caído. Es necesario que fortalecidos por la fe en Cristo que nos ha señalado que todo es posible para el que tiene fe, intentemos trabajar juntos, como señala nuestro lema, “somos pueblo de Dios, caminemos juntos”. Hermanos, con ánimos alegres veamos que: “hay más trigo que cizaña” en nuestra Iglesia, en esta Arquidiócesis de Sucre.
Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M.
ARZOBISPO DE SUCRE
Sucre, 28 de febrero de 2012