En el Evangelio de hoy, domingo 14 del tiempo ordinario, Marcos 6,1-6; escuchamos a Jesús con una expresión del refranero popular de ese tiempo que hoy también usamos: “nadie es profeta en su tierra”. Esto nos sirve de gran consuelo para los que trabajamos como padres de familia, maestros, catequistas, orientadores de familia, sacerdote, obispos…, que quisiéramos ser escuchados y constatamos que nuestra palabra no es aceptada.
Jesús denuncia ante sus paisanos y parientes ese dicho tan popular que “sólo en su tierra un profeta es despreciado, entre parientes y en su casa” (Mc 6,4). El profeta sigue siendo profeta, aunque no sea escuchado, como nos dice el profeta Ezequiel, en la primera lectura (Ezequiel 2,5). La responsabilidad viene a estar entre los que escuchan pero no hacen caso.
Cristo “se extrañó de la falta de fe” (Mc 6,6). Esto es algo que ha sucedido durante milenios. Hoy también sigue pasando en la Iglesia y fuera de ella. Por ello, es necesario que cada uno reflexione sobre este tema central que nos proporcionan las lecturas de este domingo.
El pueblo, la gente sencilla, estaba “maravillada”. El evangelista Lucas en el capítulo 4,22 dice: “daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca”. Y, Marcos en su Evangelio de hoy dice: “¿De dónde viene todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos?” (Mc 6,2). La no aceptación de un profeta, no es cuestión del intelecto, sino más bien de la falta de aprecio a la persona o de la ausencia de la fe para aceptar que el que nos habla es un instrumento de Dios mismo para nuestra salvación.
Vemos como natural que Jesús a quien vieron crecer, los familiares eran todos muy conocidos, se atreviese a hablar en la forma como lo hacía. Fueron capaces de asombrarse de lo que hacía pero la falta de fe impidió que lo aceptaran como el Enviado de Dios, el profeta esperado. Ignoraban que Jesús tenía un origen divino, que era realmente el Mesías.
El evangelista Juan nos dice: “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Esto lo experimentó Jesús, Ezequiel, el Apóstol Pablo. Todos ellos fueron aplaudidos pero pronto les volvieron las espaldas. A Cristo quisieron despeñarle por un barranco. Pablo sintió la tentación de abandonar su trabajo de evangelización por las muchas dificultades y problemas por los que tuvo que pasar. A Ezequiel que vivía el destierro con sus hermanos israelitas, no le hicieron caso lo que anunciaba en nombre de Dios.
La falta de fe, la increencia siempre ha existido. La fe es exigente, incómoda. Por ello, esas actitudes de defensa, de desacretización y persecución del profeta, o sea, del mensaje del Señor. Está muy claro que lo que Jesús enseñaba no coincidía con las convicciones religiosas y sociales de sus paisanos. Cristo miraba los fundamentos religiosos de su tiempo, de escribas, fariseos y de sus mismos coetáneos.
En nuestros días no ha cambiado nada la situación en todo el mundo. Al anunciar el Evangelio y la Palabra de Dios, los cristianos y, mucho más, si es el Papa o un Obispo, se les califica de cerrados, trasnochados, dogmáticos, porque no coinciden con lo que piensa y hace la mayoría. Como si el anuncio de la verdad de la revelación divina la pudiésemos cambiar. Siempre habrán motivaciones humanas y excusas para rechazar la verdad. En todas las épocas encontramos a personas que para vivir más cómodamente se refugian en el cambio de religión, en el agnosticismo… Por ello, los discípulos de Jesús no nos debiéramos desanimar ante un ambiente de increencia.
Pase lo que pase, digan lo que digan, critiquen lo que critiquen, nos alaben o nos vituperen, nada nos debe llevar a la cobardía o al abandono de nuestra tarea de anunciar el Evangelio en su integridad. Como Dios dijo a Ezequiel: “te hagan caso o no te hagan caso” (Ez 2,7) hay que cumplir con nuestra tarea de ser discípulos misioneros, o sea, anunciar el Evangelio en todos los ambientes defendiendo la justicia, la verdad, la auténtica libertad, el amor y la paz que nos ha enseñado la Iglesia siguiendo la Palabra de Dios. No será pérdida del tiempo decir lo que la fe y el amor de Dios nos inspira. A nosotros, los cristianos, nos impele el amor de Dios a seguir sembrando el Evangelio. “El amor de Dios nos urge” dice el Apóstol Pablo.
Sin duda que ante los desánimos y dificultades que encontramos a diario para ser cristianos comprometidos debemos recordar lo que San Pablo hoy nos dice que escuchó de Dios cuando el oraba ante sus debilidades: “te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad” (2Cor 12,9). La manía de no escuchar siempre se va a dar en el mundo. Nuestras debilidades, no lo dudemos, nos harán más tolerantes y comprensivos con los demás y mucho más valientes para ser testigos de la verdad del Evangelio de Cristo.
Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M.
ARZOBISPO DE SUCRE
Sucre, 8 de julio de 2012