Santa Cruz

HOMILÍA CARDENAL TERRAZAS, 06-04-12

Celebración de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo.

Vienes Santo, 6 de abril de 2012.

Hermanos y hermanas:

En esta tarde desearíamos tener los brazos extendidos para poder abrazar a todos y cada uno de nuestros hermanos creyentes. Quisiéramos que desde aquí pudiéramos hacernos eco de esta forma de salvar que tiene el Señor, de esa forma de entregar su vida que tiene nuestro Maestro a fin de que nosotros no perdamos la nuestra sino, que la revitalicemos con todo lo que significa pertenecer a Dios.

Queremos que este mensaje del Señor desde la cruz, sea un mensaje que tenga que ser oído en cada rincón de esta Patria que el Señor nos ha dado. Sea escuchado y quizá también obtenga una respuesta de todos y cada uno de los que están celebrando la muerte del Señor. Desde aquí, con verdadera convicción y profundo agradecimiento a nuestro Dios, queremos unirnos a toda la Iglesia de América Latina por cuya sangre corre la vida de Jesús. De manera especial vamos a tener presente y cercana a la Iglesia que peregrina en Cuba, el Señor Arzobispo de La Habana, está en estos momentos predicando las siete palabras y presto también a presidir toda la celebración del Viernes Santo que ha sido otorgado a un pueblo al que por décadas se le había prohibido hablar de Dios y darle culto en público.

Esto también nos lleva a agradecer al Santo Padre, siempre tan lleno de amor y de cariño por todos, por haber sido el que dio la iniciativa de que Cuba mire una vez más la cruz que salva y no las cruces que hunden a los seres humanos. A Él –el Papa- le agradecemos, y nos unimos también en esta celebración al Santo Padre a quien no les faltan las pruebas, a quien no le faltan las dificultades, a quien a veces nosotros mismos, creyéndonos dueños de la verdad del Señor, pensamos descalificar a quien es el sucesor de Pedro, representante de Cristo en medio de nosotros.

En la carta a los hebreos que hemos escuchado, se nos dice que este es un tiempo especial para reavivar nuestra fe, para hacerla más firme, es esto lo que tratamos de vivir en la Semana Santa, no para reducirla a dos o tres días, sino para llenarnos del espíritu de la verdad y de la vida y ser testigos de Él, hoy mañana y siempre. Contentos y felices de tener a Cristo como nuestro Dios, orgullosos de ser sus seguidores y sobre todo agradecidos porque Él sigue llamándonos a todos, para que llevemos este mensaje de vida a todos los amenazados por la muerte.

Es una ocasión para renovar nuestra fe en este Cristo que nos ha salvado de una vez para siempre, en este Cristo al que hemos visto con admiración, pasar ante nuestros ojos siendo apresado injustamente, siendo condenado con una prisa que solamente las mentes diabólicas podían haberse imaginado. Quien fue llevado y acusado de una lado para el otro, a quien abofetearon, a quien querían eliminarlo porque era capaz de decirle al pueblo que no se dejen engañar por aquellos que hablan muchas veces de Dios y no practican lo que dicen. Esto es lo que molestaba a los grandes del mundo en esa época, y, es esto lo que sigue molestando hoy a los que pretenden hacerse grandes. Y hacerlo solamente empequeñeciendo al prójimo, reduciéndolo a la nada o convirtiéndolo en un instrumento que solo sirve para ir destruyendo la dignidad humana.

Este Cristo cuyo relato nos ha vuelto a conmover en esta plaza, nos hace descubrir en Él, en sus palabras últimas que las hemos meditado esta tarde desde nuestra Catedral, en esas palabras en que hemos visto al Señor siempre dispuesto a perdonar aún a aquellos que están en el error.

“Hoy estarás conmigo en el paraíso” le decía aquel que tenia el delito de haber robado, “hoy” si cambias, hoy si aceptas mi persona y mi palabra, estarás en el paraíso; Hoy nos entrega también a su madre y nos pide que la tengamos en nuestra casa. Es el momento de pensar ¿cómo está esta casa en la que vamos a recibir al Señor? Esa casa que es nuestro corazón, nuestra familia, nuestro barrio, que es nuestra sociedad ¿Qué es lo que hay allí para que no pueda entrar el Señor de la vida y eliminar todos los males que a veces se urgen encerrados en nuestros puntos de vista y lejos de aceptar el desafío de mirar al otro, de acercarse al otro, de tenderle la mano y levantarlo. Hoy hemos sentido al Señor pidiéndonos también un poco de agua, “Tengo sed”, es sed la sigue teniendo nuestro Dios, es la sed de la verdad que debe reinar, al sed de la justicia que no debe faltar a su pueblo, la sed del respeto a la dignidad del pueblo, la sed de no pisotear los mandatos de nuestra gente con actitudes egoístas o individualistas.

Ahí esta el Señor que entrega su vida para que nosotros aprendamos a entregar la nuestra con alegría, con optimismo y con urgencia. Hemos escuchado en la meditación de las siete palabras comentarios extraordinarios sobre las palabras del Señor, todo está terminado, todo está consumado, todo lo que yo había prometido hacer para liberar a la persona humana se ha hecho.

Ahí esta Padre mi pueblo con toda la riqueza que le da la fe pero también con toda la debilidad que tiene por ser humano. Ahí esta el clamor de nuestro Dios en la cruz. Te devuelvo al pueblo que me diste, sálvalo tu, enséñale a no ponerse de rodillas ante aquellos que ofrecen salvaciones ligeras sin que nunca se pueda gustar la amistad, el cariño y el afecto entre todos.

“En tus manos encomiendo mi espíritu” ha sido la última palabra, palabra que nos hace mirar un vez más, como alguien que vino a entregarnos vida, que puso su espíritu a disposición del Padre y que ahora al terminar su misión, le entrega su espíritu al Padre para que El lo reparta, para que El lo haga llegar a todas pastes, para que ese espíritu de entrega, de servicio, de amor, se repita constantemente en medio de los creyentes de todos los tiempos y de todos los lugares, que esta celebración nos ayude a contemplar y besar la cruz, pero no a quedarnos en eso, no a quedarnos en una mera mirada externa, no quedarnos conformes con un gesto de cariño en el beso que levamos a dar a su imagen esta noche.

Hoy se nos invita a seguir mirando a este Dios que extiende sus manos para recibir las manos de su hijo y para estrechar también esas manos a fin de que el espíritu que devuelve, sea un espíritu capaz de inundar nuestros corazones y nuestras vidas.

Hermanos y hermanos, la alegría de hoy es la certeza de que el Señor, no se quedó en el sepulcro, eso es lo que celebramos, gracias Señor por habernos señalado el camino para llegar a la verdadera vida, no fue un regalo externo, no fue una dadiva para comprar nuestra conciencia, ni siquiera fue una especie de bono para que nos sintiéramos contentos unos días, ha sido la entrega de su vida para que nosotros, tomando nuestra cruz, seamos capaces de dar espacio aquel que ha resucitado para que todo el pueblo y todas las naciones tengan vida en abundancia.

Nos vamos a unir queridos hermanos con ese deseo grande de que nuestra fe se haga más firme, se haga más clara, se haga más comprometida. Podrán multiplicarse los discursos para convencernos de que la fe nuestra es una cosa privada y en silencio y que no tiene que molestar a otros. Nosotros tenemos que ser capaces de salir a la calle, de hablar de Cristo en la calle, de levantar nuestra voz para que nadie nos prive del espacio de decir que es lo que Dios quiere de todo el pueblo y como tiene que vivir este pueblo para que haya bienestar para todos.

En el nombre del Señor que nos ha hablado tanto y tan lindo desde la cruz, seamos capaces de volver a pedirle lo que Isaías pedía y meditábamos el domingo pasado: Una lengua de discípulo, unos oídos de discípulos, oídos solo para escuchar su mensaje de vida y lengua para hablar de Él, sin miedos, sin temores, sin hacernos los que tenemos vergüenza de ser practicantes de aquello que tanto nos hacer alegrarnos y nos llena de una dignidad extraordinaria. No somos seres cualquiera que han venido aquí para ser destruidos, somos hijos de Dios, salvados por Jesucristo para participar de esa dignidad del Señor de la vida que la tenemos que aceptar y cultivar todos nuestros días. Esta es la Palabra del Señor. AMÉN.