En el último domingo del año litúrgico la Iglesia Católica celebra en todo el mundo la fiesta de Cristo Rey. Fue instituida por el Papa Pío XI en su encíclica “Quas Primas” el 11 de diciembre de 1925, para resaltar el proyecto pastoral de su pontificado: “La paz de Cristo en el Reino de Cristo”. En ese momento histórico el Papa quería confirmar en la fe a muchos cristianos que sufrían persecuciones por gobiernos y partidos anticlericales, llegando hasta el martirio. Entre ellos se cuenta el sacerdote jesuita mexicano Miguel Agustín Pro, quien, profiriendo el grito de “Viva Cristo Rey”, murió fusilado el 23 de noviembre de 1927, siendo beatificado por el papa Juan Pablo II en 1988.
Jesús en su vida, si bien predicó el Reino, no pretendió acumular ningún poder temporal. Escapó al monte cuando la multitud, después del milagro de la multiplicación de los panes, quería proclamarlo rey (Jn 6, 15). Tan sólo en los días próximos a su pasión y muerte en la cruz, admitió ser aclamado como Hijo de David y Rey de Israel (Jn 12, 12-16) para dar cumplimiento a las Sagradas Escrituras. Cuando poco después fue interrogado por Pilatos sobre las acusaciones de realeza que le hacían las autoridades judías, Jesús claramente dio a entender que si bien era Rey, su Reino no era de este mundo, ni político ni militar (Jn 18, 36-37).
En épocas pasadas la Iglesia, a partir de la era constantiniana, entendió en varias ocasiones la realeza de Cristo no sólo como un poder espiritual sino también como un poder temporal e incluso político para extender el Reino de Dios. Sin embargo esta idea se ha ido superando y a partir del Concilio Vaticano II la Iglesia comprende su misión en el mundo como un servicio de evangelización y promoción humana integral sin buscar privilegios que no estén en concordancia con esa misión.
Jesús es el rey de la Verdad y de la Caridad y quiere reinar en los corazones de los que creen en Él y confían en sus promesas. Tan sólo al final de los tiempos vendrá con poder y majestad a juzgar a vivos y muertos y a dar a cada hombre según sus obras (Mt 25, 31-45). Con estas aclaraciones la Iglesia, dentro de la libertad de conciencia y del respeto a otras religiones y creencias, proclama la realeza universal de Jesús e invita a todos los pueblos a aceptarla como garantía de una paz verdadera basada en la justicia y en la fraternidad.
La fiesta de Cristo Rey nos remite obligadamente a la fiesta complementaria de María Reina, instituida por el Papa XII en 1951 por la constitución apostólica “Ad Coeli Reginam”. Fue fijada para el 31 de mayo, pero después del Concilio Vaticano en 1969 se trasladó al 22 de agosto, en la octava de la Asunción. Las bodas del Cordero, profetizadas en el Apocalipsis, preanuncian la apoteósica unión mística de Jesús y de la Nueva Jerusalén, representada excelsamente en la Virgen María, como culminación del maravilloso plan de Dios. Por eso la Iglesia hace suya la ferviente oración de la Rúaj (Espíritu) y la Novia, dirigida a Jesús para acelerar su venida: “¡Marana thá!” (¡Ven Señor Jesús!) (Ap 21-22).
Ha habido artistas que se han esforzado en plasmar en obras de arte monumentales la imagen de Cristo Rey. La más reconocida es la del Cristo Redentor en el Corcovado sobre la ciudad en Río de Janeiro que atrae las miradas de las personas que llegan a Brasil desde el Atlántico. En el año 2010 en Swiebodzin (Polonia) fue inaugurada la imagen de Cristo Rey, que con 33 metros de altura, más su corona sobrepuesta, llega a 36 m. Recientemente en junio 2011 Alan García, en las postrimerías de su mandato como Presidente de Perú, inauguró en las cercanías de Lima la majestuosa imagen de Cristo de Pacífico.
La más monumental imagen de Cristo sigue siendo la de Cochabamba (Bolivia) con 34.20 m de altura, una auténtica maravilla de arte, diseñada por César y Walter Terrazas Pardo, quienes se inspiraron en el Cristo Redentor brasileño. Construida entre los años 1987 y 1994, recibió el nombre de Cristo de la Concordia para afianzar la fraternidad entre clases sociales y grupos culturales y para recordar la visita del Papa Juan Pablo II en 1988. Los brazos abiertos de Jesús expresan la acogida y hospitalidad y al mismo tiempo la protección que Jesús ofrece todos los peregrinos que le ensalzan como Rey de Reyes y Señor de Señores (Ap 19, 16).