Los políticos tienen la mala costumbre de involucrar el nombre de Dios en sus éxitos o fracasos lo que no debe extrañar, pues la política está sometida a contingencias e imprevisiones. Y donde la certeza no reina deseamos una mano divina que nos guíe. Ahí, y sólo ahí, es cuando tantos se acuerdan de Dios y le piden su gracia, compensación de humanas debilidades. Pero Dios no interviene fuera de nosotros y al parecer tiene buenas razones. Una de ellas es que si hay Dios, Él nos regaló la libertad de decidir, libertad imposible sin el uso de su otro gran obsequio: el pensamiento. Porque si no nos hubieran regalado el pensamiento, no podríamos decidir nada, como nada deciden otras existencias del universo. O en términos más rigurosos: no sólo existimos, además somos. Y el ser sólo puede ser siendo en el tiempo.
Para decirlo de modo casi agustino, en el tiempo hay múltiples dimensiones entre las cuales vislumbramos sólo a dos. La del tiempo eterno que no nos pertenece, y la del tiempo finito de la lógica que sigue a Cronos y por eso es crono-lógica, y por lo mismo, un tiempo que sólo puede ser medido en modesta escala humana. Por lo tanto, es un tiempo imperfecto. Es el tiempo del reino de este mundo: un mundo entre infinitos que lo circundan. A ese mundo pertenece la vida política.
Desde la perspectiva religiosa, en cambio, muchos han sido asaltados por la pregunta: ¿Cómo Dios, si es misericordioso, pudo haber permitido tantas maldades, entre ellas el Holocausto y el Gulag? La respuesta es: No, no fue Dios quien permitió esas maldades. Esas maldades fueron permitidas y realizadas por los humanos, no por Dios. Pero, ¿no fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios? —preguntarán los dogmáticos. La respuesta teo-lógica dice: la imagen y semejanza se expresan a través de la presencia de Dios, no de su ausencia. Luego, el ser humano es libre de decidir vivir con la presencia o con la ausencia de Dios. Libre de elegir entre el mal y el bien. O entre la vida y la muerte. En consecuencia, no lo que sucede, sino lo que decidimos es el atributo del ser. Nuestra libertad de elegir, ya lo sabían los griegos, es también la libertad de ser. Esa libertad nos la dio la Creación. Gracias a esa libertad podemos asumir en toda su radicalidad el dilema hamletiano: Ser o no ser. Ser en la vida o ser en la muerte. Ser en Dios o ser en contra de Dios.
De ahí que cuando Jesús dijo, “mi reino no es de este mundo”, no dijo que este mundo no debía ser vivido. Dijo simplemente que este mundo debe orientarse por y hacia el mundo de Dios. Imperativo que a su vez podemos entender de dos modos diferentes.
Uno, en sentido literal —como hicieron los esenios judíos y después las ordenes penitentes del cristianismo— abandonando la vida en la propia vida. La otra posibilidad, la dinámica, es luchar en este mundo en contra de todo lo que se opone al de Dios (que es el del pensamiento que lleva al espíritu). Esto es, luchar por la verdad en contra de la mentira, por lo naciente en contra de lo muriente, por el amor en contra del odio. Así lo entendió San Pablo cuando afirmó que El Katechon es la fuerza que nos sostiene (detiene) y permite luchar en contra de la muerte (el Mal).
Por lo demás, eso es lo que hacemos todos los días. En cada minuto luchamos en contra del mal y de su madre, la muerte. Si corto la rama de ese árbol, lucho por la luz en contra de la oscuridad. Si limpio el suelo, lucho en contra de la suciedad (impureza). Si como ese pan, opto por la subsistencia. Más aún: en cada partícula elemental tiene lugar una lucha sin cuartel entre la vida y la muerte. O lo que es casi igual: entre el bien y el mal. Lo mismo ocurre en la escena política. Allí también, como en toda actividad humana, se encuentran presentes las fuerzas de la vida y las de la muerte. Y a veces vence la muerte.
El cumplimiento de la Ley religiosa no es un fin en sí, sino un medio para facilitar el encuentro del ser con el Ser. Max Weber lo entendió muy bien cuando afirmó en su “Política como Profesión” que con el Sermón de la Montaña no podemos hacer política. Pero tampoco, agrego yo, podemos hacer política olvidando los mandatos legados por las religiones. Esos no son, por cierto, políticos; y menos que religiosos, son morales. Pues, para decirlo de nuevo con Weber: la política no es la moral, pero sin moral no hay política. Los fundamentos de la política —es lo que quiso decir Weber— no son políticos.
Mas, si la política no es religión, nació en un universo religioso. De ahí resultó inevitable que hacia el espacio de la política fueran transferidas nociones religiosas, o lo que es igual, que la vida política fuera vivida en algunas naciones como una “verdadera religión”. No estoy hablando del Islam. Me refiero a naciones occidentales en las cuales pueblos en condición pre-política (bárbaros, según los griegos) han creído encontrar en políticos alucinados por misiones ultraterrestres, la imagen de profetas redentores quienes invocando el nombre de Dios ofrecen el cielo sobre la tierra.
Derribar (derrocar, derrotar) los falsos ídolos, bajo esas circunstancias, más que una tarea religiosa, es una obligación política.
P.S. En las elecciones que tuvieron lugar en Venezuela el 7.10.2012 los candidatos se refirieron de modo indebido a Dios. Capriles dijo que el tiempo de Dios es perfecto y que todavía no ha llegado ese tiempo. Chávez dijo que había vencido “gracias a Dios”.
Muy estimado Capriles: el tiempo de la política no es el tiempo de Dios. La política pertenece a los humanos. Si el tiempo de la política fuera perfecto, se terminaría para siempre la política. La política, para que sea política, debe ser siempre imperfecta (es decir, humana).
Presidente Chávez: usted no ganó gracias a Dios, sino gracias a quienes —por razones no siempre explicables— votaron por usted. Dios, aunque a usted no lo crea, no es chavista. Si así fuera, Dios no sería Dios.