“Estén preparados y vigilando, porque no saben cuándo llegará ese momento. Cuando un hombre va al extranjero y deja su casa, entrega responsabilidades a sus sirvientes, cada cual recibe su tarea, y al portero le exige que esté vigilante. Lo mismo ustedes: estén vigilantes, porque no saben cuándo regresará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o de madrugada; no sea que llegue de repente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes se lo digo a todos: Estén despiertos.»” (Mc 13,33-37).
El tiempo litúrgico de adviento
Con el adviento comienza cada año un nuevo ciclo litúrgico del misterio salvífico de Cristo.
La palabra adviento proviene del latín adventus, y significa: llegada. El término adventus es de origen profano y es utilizado para indicar la venida de la divinidad: su venida periódica y su presencia teofánica en el recinto sagrado del templo. Adventus significa pues, retorno y aniversario.
Adviento es el tiempo litúrgico de la Iglesia con una doble finalidad: “por una parte es tiempo de preparación a las solemnidades navideñas con su conmemoración de la primera venida del Hijo de Dios al hombre. Por otra parte, el tiempo de adviento guía los corazones, en cierto modo, a través de esa conmemoración hacia la espera de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos” (NU 39).
Por consiguiente, el adviento es:
- a)Preparación a la segunda y definitiva venida del Señor, revelando su verdadera identidad de Hijo de Dios y recapitulando todo en Él.
- b)Preparación a la navidad que, junto con la epifanía, celebra la encarnación y manifestación del Señor en la historia humana, haciéndola historia de salvación.
La Iglesia, al celebrar el adviento unido a la navidad, es consciente de cumplir a la vez la espera del antiguo Israel en la expectativa mesiánica y su propia espera de la consumación de la segunda venida de Cristo recapitulando toda la historia y el cosmos (cfr. Rm 8,19; 1 Jn 3,2).
El adviento comienza con las primeras vísperas (oración del atardecer) del domingo 30 de noviembre o el más próximo a ese día. Concluye antes de las primeras vísperas de navidad. Se celebra durante cuatro domingos.
Consejos del poeta, del santo y de Jesús
“Yo amo a Jesús, que nos dijo:
Cielo y tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: Velad” (Antonio Machado)
San Agustín distingue el sueño del cuerpo y el sueño del alma: “Dios ha concedido al cuerpo el don del sueño, con el cual se restauran sus miembros, para que puedan sostener el alma vigilante. Lo que debemos evitar es que nuestra alma duerma. Malo es el sueño del alma. El sueño del alma es el olvido de Dios… A éstos el apóstol dice: ‘Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo’ (Ef 5,14). Así como el que duerme corporalmente de día, aunque brille el sol y el día caliente, es como si estuviera de noche; así también algunos, ya presente Cristo y anunciada la verdad, yacen en el sueño del alma” (Comentario al salmo 62).
Jesús recalca: “Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Vigilen!” (Mc 13,37).
El que espera a Dios no desespera
En Isaías encontramos una dramática invocación que desea forzar la intervención liberadora de Dios: “Vuélvete, por amor a tus siervos, a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!” (1ª lectura).
El pueblo por su infidelidad y pecado se encuentra en una situación muy lamentable pues Dios parece haberlo abandonado y alejado de sus caminos.
El pueblo de Israel ha fallado en la Alianza con Dios: “Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti”.
Ante tanta deslealtad se acude a la magnanimidad del amor del Señor, al recuerdo de la liberación de Egipto y a la paternidad divina sobre el pueblo elegido: “Sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero; somos todos de tu mano”. Porque Dios es así, precisamente hay una historia personal y comunitaria preñada de esperanza.
Los orantes del salmo viven en una situación de desgracia y se dirigen a Dios invocado como pastor que guía y protege a su pueblo: “Sentado sobre querubines”, es decir, con gloria, manifiesta su majestad y potencia. Ante Él, con esperanza, los orantes exclaman: “¡Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve!” (salmo responsorial).
San Pablo recuerda a los corintios la magnimidad de Cristo con ellos: “Por Cristo, han sido enriquecidos en todo… De hecho, no carecen de ningún don” (2ª lectura). El apostól exhorta a una gozosa, vigilante y fiel espera: “…a ustedes que aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él les mantendrá firmes hasta el final”, para estar preparados para recibirlo en el momento de su vuelta definitiva.
En el evangelio, Jesús previene del letargo espiritual y exhorta: ¡Miren, vigilen! Pide una vigilante expectativa ante el gran don de su venida, la gran esperanza.
Las venidas de Cristo: noticia permanente y extraordinaria
Tres son, pues, las venidas de Cristo:
1ª. Hubo una venida histórica de Jesús que se realizó con su nacimiento en Belén de Judá. Ahí culminó la larga espera del adviento precristiano, pues se cumplieron entonces las profecías y esperanzas mesiánicas del pueblo del Antiguo Testamento. Y ahí se inauguró también la plenitud de los tiempos de la salvación de Dios desde dentro de nuestra historia.
2ª. Habrá una segunda venida, gloriosa y definitiva, que fundamenta la vigilancia del cristiano y la esperanza de la Iglesia, pueblo de Dios en marcha hacia la consumación final.
3ª. Finalmente, el tiempo intermedio entre esas dos venidas es el lugar de las constantes venidas de Dios al compás de la historia humana.
Cristo vino ayer, es verdad. Pero la afirmación más importante es que Cristo viene hoy y vendrá mañana. Y esta afirmación constituye una noticia permanente y extraordinaria.
Ante la venida del Hijo de hombre hay que estar en discernimiento, en vela, preparados.
Ni obsesionados ni alarmados sino alegres y vigilantes
El pasaje del evangelio que leemos en este primer domingo de adviento se encuentra al final del gran discurso con que se cierra, en el evangelio de Marcos, la actividad pública de Jesús. Se le conoce con el nombre de discurso apocalíptico (cfr. 13,1-37). Apocalipsis significa revelación.
El texto del evangelio no habla directamente del final de todas las cosas sino de tener una actitud vigilante, calmando así a los que en las primeras comunidades vivían alarmados ante la idea de un inminente final de la creación.
Retomando el lenguaje de los profetas veterotestamentarios, repleto de figuras simbólicas, se anuncia la gloriosa venida de Cristo después del anuncio de la terrible destrucción de Jerusalén, con conmoción de toda la naturaleza ante tal acontecimiento.
Jesús, por su parte, aclara que la hora y fecha de esa prodigiosa revelación sólo las conoce el Padre celestial.
¿Y qué decir de la gran tribulación de Jerusalén? Cuando los profetas anunciaban la destrucción de Jerusalén se referían a un hecho teológico. La destrucción era el toque de atención de que algo grave había sucedido entre Dios y su pueblo: la infidelidad a la alianza. La destrucción de Jerusalén representaba vivamente la ruina de aquéllos que no aceptaban vivir teniendo a Dios como su único rey y salvador.
Con la destrucción de Jerusalén y de su sagrado templo se le decía al pueblo que no tenía que poner en nada ni en nadie su confianza fuera de Dios. Toda confianza fuera de Dios es idolatría.
El lenguaje de la ruina de Jerusalén es una advertencia también para nosotros.
A los primeros cristianos expectantes por la venida definitiva de Cristo, el evangelista les anuncia que esa segunda venida comenzó con la resurrección. A partir de ese hecho, el Señor resucitado se hace presente en el mundo de otra forma definitiva. Él está en medio de los suyos. No hay que estar ni obsesionados ni alarmados sino alegres y vigilantes, pidiendo: ¡Ven, Señor, Jesús!
El Señor viene a nosotros en todos los momentos de la vida. Ignorarlo es toda una ruina…
Sean porteros. ¡Vigilen!
“Y lo que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Vigilen!” (Mc 13,37).
La breve parábola del portero del evangelista Marcos, a quien leeremos en este año litúrgico, nos recuerda con insistencia a todos y a cada uno que debemos estar en actitud de expectación vigilante.
En los cinco versos de este evangelio dominical se repite dos veces: velen, y una vez: vigilen.
La comunidad cristiana, al escuchar esta parábola, comprendía que el hombre que se va de viaje es Cristo resucitado y ascendido al cielo. Deja su casa, su Iglesia, al cuidado de sus servidores. Cada uno debe cumplir con la tarea asignada hasta la vuelta del Señor.
Todos somos porteros. ¿Estamos despiertos en Cristo, con Cristo y para Cristo? ¿O, por el contrario, estamos instalados, amodorrados y envueltos en la mediocridad espiritual, lejos de Cristo? Hagamos un buen examen de conciencia.
“Es el tiempo del adviento del Señor, en el que Dios viene al encuentro del hombre para redimirlo, liberarlo, para hacerlo feliz. Esforcémonos, hermanos, por penetrar en la casa de nuestro corazón, apresurémonos a abrir las ventanas, a limpiar las telarañas con la humillación de nuestro orgullo, a barrer la era con la confesión de las culpas, a poner tapices en las paredes con el ejercicio de la virtud, a revestirnos de gala con la práctica de las buenas obras, y preparar un banquete con la lectura y meditación de la Sagrada Escritura” (Hugo de San Víctor, 1096-1142).
¡Despertemos; que Cristo no pase de largo! Necesitamos al Mesías: médico para nuestras enfermedades; perdón de nuestros pecados; ánimo en nuestras tristezas; fuerza en nuestra debilidad; nuestra esperanza trascendente.
¡Llega nuestra salvación! ¡Ven, Señor, Jesús!
P. Mateo Bautista