Uno de los sucesos más esperanzadores surgidos en el siglo XX ha sido la aparición de la “bioética” como ética de la vida. El posible pionero de ese neologismo fue el profesor Fritz Jahr, teólogo protestante alemán, que en el año 1927 publicó en la revista ‘Kosmos’ el editorial “Bioética: una panorámica sobre la relación ética del hombre con los animales y las plantas”. El autor pretendía extender el imperativo moral kantiano de cuidar la vida a todos los seres vivos con el lema: Respeta por principio a cada ser viviente como un fin en sí mismo y trátalo, de ser posible, como a un igual.
Este inicio de la bioética, prometedor pero un tanto utopista, fue aplastado por el avance de la ideología racista nazi que proclamaba la superioridad de la raza aria y llamaba a la exterminación de la raza judía y de otros pueblos considerados indignos de vivir. Por ello los nazistas no tenían escrúpulos en hacer experimentos médicos con personas judías o polacas, utilizándolas como conejillos de indias, hasta que finalmente fueron condenados en el juicio de Nüremberg en 1946.
También en esa época se detectaron en EEUU varios abusos médicos cometidos en la experimentación con enfermos incurables, niños y negros. Para tratar este problema el gobierno de Estados Unidos estableció la Comisión Nacional para la Protección de Sujetos Humanos, la cual en 1978 presentó sus conclusiones, conocidas como el “Informe Belmont”. En él sedefinen tres principios éticos aplicables en la investigación con seres humanos: la “autonomía” con el libre consentimiento, la “justicia” e igualdad en la selección de los sujetos y la “beneficencia” como primacía en los resultados esperados. Este último fue posteriormente desglosado en el principio más estricto de la “no maleficencia”, buscando la minimización de los probables perjuicios graves a los sujetos de experimentación. Así se consolidó la fundamentación de la bioética en la investigación médica que luego se extendió hacia otros ámbitos de la medicina.
Una orientación más amplia del término “bioética” fue propuesta en EEUU por el bioquímico y oncólogo Van Rensselaer Potter quien en 1970 publicó el artículo “Bioética: la ciencia de la sobrevivencia” y en 1971 el libro “Bioética: Puente al futuro”. Este investigador se encontraba muy preocupado por el prodigioso, pero también amenazante, avance de la biotecnología que, si bien abría horizontes prometedores a la vida humana, podía ser utilizada para la manipulación y destrucción del ser humano.
Ante ese desafío Potter propuso crear una nueva ciencia uniendo los dos términos de la “bioética”: Por una parte la vida (“bios”), representada por las ciencias biológicas, y por otra la “ética” con sus principios y valores humanos en general. En concreto Potter señalaba la urgencia de impulsar el diálogo entre los cultivadores de las ciencias experimentales biológicas y los de las ciencias humanísticas para garantizar así la supervivencia humana en el planeta tierra.
Esta valiosa propuesta ha sido útil para ampliar la ética de la vida humana más allá de la práctica médica a todos los demás ámbitos en los que se desarrolla. La bioética está llamada a defender la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, no sólo en el ámbito de la salud individual y de la salud pública, sino también en los ámbitos familiar, sociocultural, medioambiental y político-jurídico.
De aquí la necesidad del diálogo inter y transdisciplinar entre los distintos saberes humanos que desde sus respectivas perspectivas y metodologías aporten luces en la búsqueda de la Verdad sobre el hombre. Hay que elaborar una sólida bioética bien fundamentada filosófica y teológicamente que responda a los grandes interrogantes de la persona humana en su triple dimensión de la egoidad, de la alteridad y de la nostridad, creada por Dios a su imagen y semejanza y proyectada por su Espíritu hacia el Nosotros universal antropoteologal transcendente.