A fines de octubre de 1979, La Paz acogió el Noveno Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea General de la OEA. Eran otros tiempos. Bolivia iniciaba una etapa balbuceante para establecer las libertades democráticas. Entonces, Walter Guevara Arze, había llegado a la Presidencia de la República como solución política para “desempantanar” las equilibradas fuerzas políticas incapaces de reconocer el triunfo electoral de Hernán Siles Suazo.
Se conmemoraba también el Centenario de la Guerra del Pacífico y en el país existía un clima de natural civismo y recogimiento. En el marco de esta infausta fecha, la diplomacia boliviana de entonces, con suma habilidad y oportunidad, desarrolló una estrategia destinada a organizar en el país la reunión de la OEA.
Por su parte, Chile, gobernada por el general Augusto Pinochet, se resistía a los vientos de reconquista democrática y estaba catalogada como una dictadura contraria al pleno ejercicio de los derechos humanos. Todo ello configuraba un cuadro propicio para la solidaridad hemisférica en la cuestión marítima, lo que efectivamente sucedió.
Así, la Asamblea General de la OEA aprobó la Resolución AG/RES 426 (IX-0/79), que declara “de interés hemisférico permanente encontrar una solución equitativa por la cual Bolivia obtenga un acceso soberano y útil al océano Pacífico”. Dicha Resolución “recomienda a los Estados a los que este problema concierne directamente, que inicien negociaciones encaminadas a dar a Bolivia una conexión territorial libre y soberana en el océano Pacífico. Tales negociaciones deberán tener en cuenta los derechos e intereses de las Partes involucradas y podrán considerar, entre otros elementos, la inclusión de una zona portuaria de desarrollo multinacional integrado y, asimismo, tener en cuenta el planteamiento boliviano de no incluir compensaciones territoriales”.
La IX Asamblea General de la OEA se expresó con claridad en apoyo a la demanda marítima. Es, sin duda, un logro destacado de la diplomacia boliviana frente a Chile, pues pone de manifiesto que el asunto marítimo sale del ámbito estrictamente bilateral como se empeñan en sostener los sucesivos gobiernos del Mapocho.
Corresponde también recordar el apoyo con la justa demanda marítima boliviana de personalidades como Omar Torrijos, artífice de la recuperación de la soberanía del Canal de Panamá en 1970, o de Carlos Andrés Pérez, creador de Pdvsa e impulsor de la administración soberana de los recursos petroleros en Venezuela, junto a otros líderes de la región.
Desde entonces, Chile ha desplegado una serie de acciones para contrarrestar el avance multilateral boliviano en el tema marítimo, particularmente entre los países de la Comunidad del Caribe y de Centroamérica y ha logrado con relativo éxito conseguir al menos su neutralidad.
En ese contexto, tomando como referente la Asamblea General de la OEA celebrada en La Paz, en las últimas tres décadas han sucedido muchas mutaciones profundas en el cuerpo social, económico y político del hemisferio americano. Uno de los acontecimientos más saludados fue la ascensión al poder de Evo Morales Ayma, “primer presidente indígena” de Bolivia, lo que se interpretó como un acto de justicia y de reparación histórica, en un país que parecía marcado por la discriminación a la población originaria.
La simpatía y la solidaridad que despertó Evo Morales probablemente no tienen parangón. Su presidencia fue saludada desde todas las posiciones como símbolo de desagravio, de justicia, de solidaridad, en suma, de cambio ineludible, lo que se tradujo en respaldo político y social. Evo hizo de Bolivia el centro de las miradas y esperanzas. Este raudal de simpatías ha ido gradualmente desapareciendo.
Chile no ha sido indiferente a ese momento histórico. La Moneda comprendió lo indispensable de voltear la página de agravios y enemistad de las azuzadas multitudes alteñas, que clamaban en octubre de 2003 “ni una molécula de gas a Chile”. Sin relaciones diplomáticas, el presidente Ricardo Lagos fue de los primeros en la ceremonia de posesión de Evo Morales. Posteriormente, con la presidenta Bachelet hubo intercambios de cortesías y Evo fue aclamado en un estadio de Santiago al grito de “mar para Bolivia”.
La llamada “diplomacia de los pueblos” parecía dar frutos. Se remozó una “agenda de 13 puntos” y se mostró como un éxito sentar en la mesa a Chile para negociar “una agenda sin exclusiones”. Sin embargo, poco antes de que la presidenta Bachelet dejara sus funciones comenzaron señales de impaciencia en Bolivia. La realidad emergía y era difícil mantener ese ambiente de crecientes y falsas expectativas. En ese clima cambiante, el nuevo Mandatario chileno no tuvo reparos en jugar un partido de fútbol con Evo. Las máscaras cayeron cuando la Cancillería boliviana comenzó a pedir “propuestas concretas” y luego el anuncio de acudir a cortes internacionales para resolver el diferendo.
Chile conserva su fría compostura. Por una parte, disuade a Bolivia de ir a tribunales y, por otra, a través de gestiones personales del presidente Sebastián Piñera monta un lobby internacional para evitar que la 42ª Asamblea de la OEA genere una resolución de apoyo a la aspiración marítima boliviana.
La diplomacia boliviana parece jugar a la defensiva. Propone, acertadamente, que el tema de la reunión de Tiquipaya se centre en debatir la seguridad alimentaria, pero no puede ocultar su incapacidad de jerarquizar la cuestión marítima en el temario de la reunión, donde simplemente se cumplirá con el rito de presentar un informe —seguramente en tonos más vehementes— sobre la justa demanda boliviana y de recibir la consabida respuesta. Por tanto, la OEA se limitará nuevamente a tomar nota de este asunto.
Frente a ese escenario, Evo Morales viajó a Cartagena a buscar el respaldo de la región. Una magnífica y última oportunidad para que el Presidente logre de sus homólogos un apoyo explícito a la causa marítima boliviana en Cochabamba. Todo parece indicar que su salida apresurada de Cartagena tiene que ver con los escasos resultados obtenidos en este asunto de sensibilidad nacional o plurinacional.
En síntesis, las señales parecen llevar —parafraseando al insigne diplomático, político e intelectual Walter Montenegro— a que en Tiquipaya se produzca una nueva oportunidad perdida.
El autor es Licenciado en Relaciones Internacionales