Llegó en uno de esos viajes largos, cuando acortar la distancia por mar entre el viejo mundo y Sudamérica demoraba meses. Se embarcó en el Pasteur un invierno de 1971, tres meses después España quedó atrás y Buenos Aires fue la tierra firme que la impulsó hacia su destino final, Santa Cruz.
“Después de un viaje de 72 horas (por tierra) llegamos a Santa Cruz un 20 de abril de 1971. Era de noche, no conocíamos a nadie y nadie nos esperaba”, rememora. Sí, lo recuerda bien ahora que han pasado 42 años y que esta tierra camba se convirtió en su segunda patria y que incluso, le dio un nuevo nombre.
“¿Qué te llamas? Me preguntaban y yo respondía “Marié André Hammell”.Nadie podía pronunciarlo. La primera noche me cambié el nombre por uno más fácil: Andrea”, relata. Sin embargo, no siempre se llamó Marié André. Al nacer, un 13 de febrero de 1933, sus padres le pusieron por nombre Cecilia. Treinta años después cuando decidió “dejar todo por amor a Cristo” e ingresar a la congregación de Santa Catalina de Siena, adoptó Marié André.
Creció en un pueblito de Suiza en una familia humilde y con fuertes valores religiosos lo cual no significó que fuera una ventaja al momento de optar por la vida religiosa, al contrario fue lo que la detuvo por más de 15 años.
A sus 13 años un evento trágico enlutó su vida y la de su familia, su hermano mayor (15) falleció. Esta situación la llevó a “enfrentarse por primera vez con la vida después de la muerte”. Dos años después decidió hacerse religiosa, pero recibió un no rotundo de sus padres que no lograban reponerse a la pérdida de su primogénito.
Con la ayuda del párroco de su iglesia y de sus familiares ingresó a una de las normales más costosas de Suiza donde se formó como maestra, con especialidad en educación primaria. “Pero yo no estaba satisfecha, sí ya cuando tenía 9 años yo pintaba monjitas; entonces decidí hacerme laica”, actividad que realizó mientras ejercía la docencia.
Al cumplir tres décadas de vida, nuevamente sintió “el llamado de Dios” por segunda vez. “El problema era que yo no podía separarme de mi familia. Luché tres años más, me fui dos veces al santuario de la Virgen de Lourdes (lugar de peregrinación en Francia) y allí me decidí seguir a Cristo”.
“Me duele todavía el corazón”, dice al recordar cómo sufrieron sus padres -ya fallecidos- por la noticia. “Han llorado tanto que yo tuve que salir de casa y volver en la noche”. Finalmente ingresó al convento, en octubre de 1965 hizo sus votos perpetuos y fue enviada a Sudáfrica, seis años después llegó a Bolivia.
Pisó suelo cruceño cuatro meses antes de que el presidente Hugo Banzer Suárez (agosto de 1971) tomara por la fuerza el mandato de Bolivia. Para que aprenda a hablar el español la enviaron a las minas de Cochabamba, allí trabajó atendiendo a los niños y dominó nuestro idioma, aunque después de cuatro décadas aún se nota que el inglés es su lengua materna.
A su retorno a Santa Cruz fue profesora de kínder en el colegio Uruguay, actividad que no pudo desempeñar con normalidad por la intervención de los militares. “Se escuchaban tiros a cada rato y las clases debían interrumpirse”, cuenta.
Si para poner su vida al servicio del prójimo dio ‘media vuelta al mundo’, en la ciudad de Santa Cruz y con los niños mineros aún no había encontrado su espacio.“En 1972 vino nuestra hermana generala de Europa y yo le dije: “Aquí yo no estoy feliz, yo debo buscar otro trabajo’”. Como por ‘arte de magia’ ese mismo día se dio el contacto con la institución educativa Fe y Alegría.
“Me hablaron de una escuelita, pero advirtieron que estaba muy lejos, que si estaba interesada podía ir a visitarla”.La primera vez que llegó a la comunidad La Forestal, a 12 kilómetros del área urbana del municipio de El Torno lo recuerda bien. El jeep verde que la transportó a ella y a otras tres religiosas se plantó en más de una ocasión. “El barro nos llegaba hasta la rodilla”, recuerda. La lluvia había dejado en mal estado el camino que en aquel entonces solo era recorrido por camiones madereros y carretones.
“Veía pura selva, me preguntaba: ¿cuándo vamos llegar?, pero valió la pena, al final encontré un oasis”. Así describe la hermana Andrea a La Forestal, comunidad en la que encontró una escuela con dos aulas y sin alumnos.
Sin luz eléctrica y sin agua potable, pero rodeado por una exuberante naturaleza este lugar fue un reto para la joven religiosa. “La hermana generala me preguntó: “¿Quieres quedarte aquí? Y yo respondí: “Sí, yo quiero quedarme aquí, por aquí se puede hacer algo”
La obra debía ser levantada y ella estaba lista. Recorrió a caballo las comunidades aledañas y reunió 80 alumnos, así nació la escuela Virgen María Fe y Alegría. Ella era la maestra y directora.
Las carencias eran grandes, no había centros de salud por lo que los pobladores debían recorrer largas distancias para acceder a un médico. Y si evangelizar era el propósito, tampoco a Dios se le había construido una casa de oración. Otras monjas se unieron al proyecto y crearon una posta sanitaria, además de un templo, con ello se sentaron las bases del convento de las Hermanas Dominicas de Santa Catalina de Siena.
Han pasado 42 años, la escuelita tuvo que ampliarse a secundaria. Actualmente, de allí egresan bachilleres en humanidades y como técnicos en agropecuaria. La comunidad ya cuenta con luz eléctrica, agua potable y caminos en buen estado.
Mira hacia el pasado y siente que su vida ha sido un instrumento de servicio al prójimo. “Estoy muy feliz porque la mayoría de los chicos (así les llama de cariño a sus alumnos) han ido a la universidad, se han esforzado y se han hecho muy buenos profesionales”.
Con 81 años ya se ha jubilado de la docencia; sin embargo, esto no significa que su trabajo ha parado, ahora es responsable de la catequesis y del coro de niños. Son miles sus hijos que han escuchado sus consejos y enseñanzas. “Están en mi corazón, quiero mucho a esta gente. Cuando encuentro a los ex alumnos es una alegría especial”, dice esta mujer que dejó su patria y su familia por Bolivia.
“La Forestal se ha hecho mi segunda casa. Estoy tan feliz de poder vivir con toda esta gente que me ha recibido con tanto cariño y una estima muy grande. Yo deseo morir acá y ser enterrada acá”, afirma con una voz que trasluce emoción y seguridad.
La hermana Andrea no es una más en el municipio de El Torno. Su firmeza a la hora de educar y amor de madre para aconsejar, así como su determinación para impulsar su proyecto educativo que se convirtió en referencia de los colegios Fe y Alegría del país, es reconocida por sus exalumnos, pobladores y autoridades.