Los sucesores de Pablo VI aprendieron pronto la ‘lección’, la mala lección de podar el Concilio
Ya han comenzado los fastos para celebrar el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Se prolongarán, previsiblemente, hasta el todavía distante mes de diciembre. Todo un año de celebraciones, académicas las unas, litúrgicas y oracionales las más. Habrá en todas ellas, sin embargo, un gran ausente: el pueblo llano, la gran masa de los bautizados, incluso de los que todavía frecuentan los templos y las parroquias.
Para los cristianos de a pie, el Vaticano II fue un acontecimiento eclesial -eso es lo que oyen decir- que les queda muy lejos, un evento que se les pierde en las brumas de estos cincuenta años ¡que bien podrían ser todo un siglo! Advierten que ya ni siquiera los obispos -muchos de ellos, al menos- se molestan en citar los textos conciliares en sus pastorales.
Y de su espíritu, ¿qué es lo que queda? ¿Qué ha sido de ese un día tan traído y llevado espíritu conciliar?
El optimismo le lleva a uno a pensar que queda mucho. La Iglesia de hoy está por fortuna a mil codos de distancia de la Iglesia preconciliar. Han desaparecido muchos -no todos- de los obscurantismos de ayer, muchas de sus intransigencias, muchas de las tintas negras con las que desde las sacristías y púlpitos se pintaba la realidad del mundo moderno.
El hombre de hoy no es tan malo como nos lo pintaban antes y los pecados no son tan mortíferos como pretendía una literatura apocalíptica en uso hasta ayer, como quien dice. ¡Qué habría sido de la Iglesia de no haber mediado el Concilio! Que la Iglesia de hoy esté saliendo adelante a trancas y barrancas, pocos podrán dudarlo; pero si no hubiere acontecido el estallido conciliar, ese conato o, al menos, intento de nuevo Pentecostés, la realidad eclesial sería aún más dramática.
Hay que agradecer al beato Papa Juan XXIII la audacia de convocar un nuevo Concilio. Lo había intentado antes que él nada menos que Pío XII ; y la barca no había llegado a buen puerto. El ‘Papa bueno’, el santo y carismático Roncalli, sí consiguió su propósito. A pesar de mil pesares, a comenzar por la cerrada oposición de la Curia Romana.
¡Y eso que en los planes del Papa Juan sólo entraba el ‘aggiornamento’, es decir, la puesta al día de la Iglesia! Se le antojaba al bueno del Papa -y su juicio no podía ser más cierto- que la Iglesia había perdido el tren de la historia, que se había quedado descolgada de la marcha del mundo. Soñaba el Papa con un Concilio que devolviera frescura y belleza al rostro de la Iglesia.
Pablo VI, su sucesor y admirador, decidió con entereza pasar por encima de todas las trabas que le ponían los conservadores y continuó con el Concilio. Pero ya no era cosa de poner al día a la Iglesia. ¡Había que reformarla! El término era del agrado del Papa Montini y lo utilizó hasta en seis pasajes de su primera encíclica, la que se considera como programática de todo un pontificado. Pero aquí, en este punto preciso, comenzaron los líos.
Los conservadores de la Curia y de fuera de la Curia odiaban el término. Les ‘olía’ a protestante, a la reforma protestante iniciada en el siglo XVI. ¡Y algo curioso o, mejor, tremendo! La encíclica había sido redactada por Pablo VI en italiano y una y otra vez hablaba de ‘riforma’; pero quien o quienes recibieron el encargo de pasarla al latín para hacerla un texto oficial en la Iglesia, juzgaron prudente rebajar la reforma a una simple ‘renovatio’ o renovación.
Comenzaba la guerra en el seno de la Iglesia. A partir de aquí, los conservadores fueron desconfiando más y más del Papa Pablo VI. Esparcieron por todas partes este clima de desconfianza. El Papa se apuraba. No por él, personalmente; sí por la Iglesia. Temía que la desconfianza llevara a la ruptura, que la división entre conservadores y progresistas diera paso a un nuevo cisma en la Iglesia ¡como en tantas otras ocasiones, a lo largo de la historia, había ocurrido al apagarse las luces de un Concilio!
El Papa, a fin de conjurar el cisma que ya aparecía en el horizonte, comenzó a echar el freno. En temas importantísimos: la colegialidad episcopal, el control de los nacimientos mediante la píldora, el celibato obligatorio de los sacerdotes, la reforma de la Curia Romana.
Se desvirtuaba de este modo la savia reformadora del Concilio, sin duda; pero se salvaguardaba la unidad de la Iglesia. ¿Demasiado precio? Sí, demasiado; porque sus sucesores aprendieron pronto la ‘lección’, la mala lección de podar el Concilio.
Al cabo de cincuenta años poco es, por desgracia, lo que el pueblo cristiano puede beber de las un día límpidas y refrescantes aguas conciliares.